LA ENVIDIOSA
LA ENVIDIOSA
LA ENVIDIOSA
CARLOS MIRANDA
(Septiembre 2012)
Berenguera y Araceli eran dos chicas jóvenes que eran amigas de
toda la vida. ¿Cuándo empieza una amistad de toda la vida? En teoría desde muy
jóvenes. Pero la realidad puede ser diferente. Suelen ser amistades de juventud,
pero pueden ser también amistades mucho mas maduras. En todo caso son amistades
que suelen implicar una gran identidad entre dos personas. Será quizás por eso
que para calificar a una amante sin decirlo claramente se dice de un hombre que
tiene “una amiga”. Decir que ella “tiene un amigo” es también un recurso
eufémico, entre otras cosas porque en nuestras sociedades machistas no se
concibe que una mujer pueda tener solo una amistad con un hombre como tampoco
se quiere concebir que un hombre tenga amistad con una mujer sin llevársela a
la cama o, al menos, sin desearlo. Pero todo esto no tiene nada que ver con nuestro
relato. O, quizás, sí.
La cosa es que estas dos mujeres eran amigas desde el colegio y
estas amistades tienen la fortaleza de haber vivido juntas todas las
inseguridades de la adolescencia y de haberlas resuelto a veces también en
compañía recíproca. Berenguera y Araceli, o Araceli y Berenguera, habían fumado
juntas a escondidas sus primeros pitillos, habían pasado también juntas de la
Coca-Cola y la Fanta al Whisky y la Ginebra, pasando por el Cubata, habían
constatado también casi al mismo tiempo los primeros síntomas de su feminidad,
y, respaldándose la una con la otra, habían besado juntas por primera vez a un
chico, en su caso estando una con su pareja en la banqueta delantera de un
coche y la otra con la suya en la de atrás, experiencia que también había
tenido alguna que otra vertiente de carácter anatómico. Sin embargo, el
siguiente paso se había realizado de un modo privado, no en común, pero no había
escapado a los comentarios posteriores y a las risas que el recuerdo de todas
estas experiencias producía una vez éstas superadas.
Estas amistades son muy fuertes y sobreviven toda clase de
vicisitudes, a veces ante la sorpresa de otros y de los propios interesados también.
Son amistades que asimismo suelen ser muy competitivas y en las que a veces un
amigo o una amiga se centran excesivamente en superar al otro o a la otra. En
las notas, en los ligues, en las parejas hay quien quiere superar a su mejor
amigo, o amiga, al que, o a la que, se le cuenta todo, o no, más bien casi todo,
dejando huecos a veces sin importancia o, a veces, con mucha importancia. Este
tipo de amistades tienen un funcionamiento interno que no deja de recordar el
de muchos matrimonios y parejas que viven juntos. En estos casos el amor
reciproco no es como los filiales, que solo pueden ser generosos. Los amores de
pareja son un pacto en el que cada parte debe aportar cosas que importan a la
otra por lo que como en el mus o en el bridge se habla de las cartas que uno
tiene, pero no siempre se muestran antes del final de la partida. Y es que en
la vida en pareja también llega, a veces, un momento en el que no queda otro
remedio que enseñar las cartas que a cada cual le queda en la manga.
Berenguera y Araceli tenían, pues, una sólida amistad llena de alegrías
o de decepciones compartidas y superadas juntas. En el colegio habían sacado
notas parecidas, repartiéndose de un modo equitativo las materias en las que
cada una superaba a la otra. En la universidad este aspecto de su vida se había
difuminado pues cada una había elegido una carrera diferente y lo mismo
ocurriría luego con sus profesiones en las que ambas habían conseguido el buen
impacto inicial recomendable si uno quiere tener siempre un empleo y progresar.
Como dice un refrán anglosajón, “nunca hay una segunda oportunidad de producir
una buena primera impresión” …
En este panorama aparentemente idílico había, sin embargo, un
problema serio y difícil de enfocar. Sobre todo, para Berenguera. Y es que
Araceli le tenía envidia. Una envidia perniciosa, como lo son siempre todas las
envidias, pero una envidia también difícil de explicar dada la trayectoria de
ambas. Sin duda era un rasgo del carácter de Araceli y todos sabemos que
nacemos con un carácter definido y que suele ser difícil de cambiar. Así
pensamos, al menos, algunos, pero en todo caso la consideración científica, o
no, del carácter no cambia nada al hecho que Araceli solía tener envidia de
Berenguera. Como es natural no lo confesaba a nadie, ni siquiera a si misma ya
que probablemente no tenia conciencia de esa envidia.
Cierto que los padres de Berenguera parecían disfrutar de una
mejor situación económica, sin que la de la familia de Araceli fuese mala, ni
mucho menos. Ambas habían podido vestirse con prendas que les favorecían sin
ser caras y ambas habían podido desplegar sortijas, pulseras y otros abalorios
que sin ser joyas permitían adornarlas con gusto. Ambas habían podido disfrutar
de una buena educación y elegir sus carreras universitarias. Eran ambas hijas
de la burguesía, pero al mismo tiempo las dos habían respondido a las
exigencias que tanto la sociedad como sus familias habían establecido para
poder progresar y, al mismo tiempo, disfrutar alegremente de su juventud.
Físicamente
ambas eran atractivas, cada una en su estilo. Berenguera era algo más menuda
que Araceli, morena de tez, negra de pelo y con ojos verdes mientras Araceli tenía
la piel algo más blanca y un pelo castaño claro con unos ojos profundamente
marrones. Pero ambas eran atractivas, con una altura que podía ser realzada con
zapatos de tacones altos (lo que suele gustar a los hombres cuando quieren
presumir de pareja guapa), unas piernas bien moldeadas, un talle delgado y unos
pechos que podían ser atractivos tanto cuando eran parcialmente desvelados con
un escote o aparentemente escondidos en un bikini.
Durante
la adolescencia esta envidia no había traslucido, al menos aparentemente. Se
halagaban recíprocamente sus vestidos y complementos, se felicitaban
recíprocamente por sus éxitos en los estudios, y cuando una obtenía algo que la
otra hubiera querido conseguir se lo decían amablemente a la cara. “¿De donde
has sacado esa falda? ¡Es preciosa! ¡Que envidia! ¡Donde la has conseguido!”. Y
así con muchas otras cosas. Se copiaban y se emulaban entre risas, pillería y
complicidades. Estas pequeñas rivalidades llegaban también, y sobre todo, al ámbito
de los chicos. A veces les gustaba el mismo, pero habían sorteado este escollo
con facilidad pues en la adolescencia los emparejamientos son muchas veces efímeros,
aunque no siempre, y hay que tener cuidado. A veces no pasa nada si se acaba
compartiendo algún amorío siempre y cuando sea la amiga la que ha dejado a su
pareja del momento, y conviene no romper esta regla.
No
obstante, a Berenguera poco a poco se le había ido creando un remusguillo sobre
esta cuestión, aunque al principio no le daba gran importancia. El hecho es que
había constatado que ella había “heredado”, por así decirlo, menos novietes de
Araceli que viceversa. En todo caso Berenguera no quería darle importancia a
ello. En definitiva, era ahora una mujer que siempre se había sentido segura de
si misma. No es que todo le hubiera salido bien a lo largo de su aun breve
vida, pero en cuestión de parejas había salido siempre con el que había
querido, había terminado siempre cuando ella juzgaba que la relación había
llegado a su termino y no le había importado mucho que su ex-pareja se lo
tomase a bien o a mal. “Si te gusta, mejor, y si no te gusta, peor para ti” es
lo que siempre había pensado, considerándose una mujer liberada.
Sentada
ahora en la barra de una discoteca, Berenguera le estaba dando tranquilamente
vueltas a esta cuestión mientras bebía una ginebra con tónica de un vaso que
sujetaba con su mano derecha, a veces en el aire o depositándolo encima de la
barra, mordisqueaba poco a poco y distraídamente unas almendras, que de todos
modos no le gustaban mucho. Las iba cogiendo con su mano izquierda de un
pequeño plato blanco sin gracia y contemplaba como su novio Fernando se descoyuntaba penosamente, aunque él
creyese lo contrario, en la pista de baile al ritmo, que no alcanzaba a seguir,
de una música rápida que combinaba sonidos africanos, caribeños y del mundo
occidental de un modo que dividía profundamente a los aficionados a la música
acerca de su opinión sobre este conjunto musical anglosajón entre los que eran
partidarios acérrimos del mismo o enemigos declarados. Pero, ¿Qué más se podía
pedir si de lo que se trataba era de hacer ruido suficientemente alto como para
dificultar las conversaciones y suficientemente trepidante como para dar saltos
o hacer el payaso en la calle o en la pista de baile de una discoteca, que era,
esto ultimo, lo que Fernando estaba haciendo en ese momento con Araceli, según
la opinión de Berenguera?
Araceli
y Fernando volvieron sonrientes, muy satisfechos de su bailongo, a la barra
donde les esperaba Berenguera. “¡Oye”! dijo ésta, “¡Qué bien bailáis juntos! ¡Sois
una parejita perfecta!”.
Fernando
se quedó encantado con estos piropos -así le parecieron- y no les dio más
importancia. Araceli, en cambio, culpabilizando quizás su interés real por
Fernando se quedó, en cambio, mas inquieta, preocupada por la posibilidad de
que su amiga se hubiera dado cuenta de ello. En todo caso, Araceli reaccionó
luego pensando que se había preocupado en exceso.
Sin
embargo, apenas pasaron unas pocas semanas antes de que quedara consumado el
“traspaso” de Fernando a Araceli. Consciente ya de que Fernando no seria el
“hombre de su vida” Berenguera, asimismo decepcionada o bien por el hecho de que
Fernando no pusiera coto a los intentos de Araceli de engatusarle o bien por su
eventual falta de percepción de los tejemanejes de Araceli, maniobró con
bastante rapidez para romper por las buenas su relación con Fernando dejando, también
y sin rencor, el campo libre para Araceli. Sin embargo, la relación de esta
última con Fernando no fue muy duradera pues a partir del momento en que Fernando
había dejado de ser de Berenguera, el interés de Araceli por él decreció con
rapidez.
Araceli
marchó al extranjero para seguir unos estudios complementarios y mientras tanto
Berenguera conoció a un hombre que ofrecía cosas que no aportaban los jóvenes con
los que, hasta entonces, había ligado. Una década mayor que ella, dueño de una
empresa que había creado de la nada, con buena pinta, conquistador, con un
historial de corazones femeninos rotos, seguro de si mismo, al menos en
apariencia, y generoso con su dinero, Roberto era algo claramente diferente. Lo
que era y representaba constituía para Berenguera a la vez un reto, ser capaz
de controlar una relación amorosa con un hombre ya, como se dice, hecho y
derecho, y un halago para sus condiciones intelectuales y físicas de una
persona que había dejado de ser una “chica” para ser una “mujer”. La relación
se consolidó rápidamente y desembocó, también rápidamente, en una boda que,
como muchas, se celebró antes del verano.
Ni
el episodio de la sucesiva relación con Fernando de las dos amigas ni la
distancia habían destruido la amistad entre ellas, aunque la comunicación acerca
de sus intimidades había sido bastante menos fluida. Por ello Araceli recibió
con sorpresa la invitación para la boda. Se alegró mucho por ello y a pesar de
que no conocía a Roberto ni se hacia una buena representación del interesado
por las cosas que le contaba Berenguera y otros conocidos, estaba convencida de
que Berenguera solo podía haber realizado una buena elección. Esta opinión se
confirmó cuando conoció a Roberto unos pocos días antes de la boda.
Y
la “historia” se repitió. Poco a poco la envidia se fue apoderando de nuevo de
Araceli que, imperceptiblemente, fue tejiendo su telaraña en rededor de
Roberto. Por otra parte, Berenguera se fue desilusionando de su marido que, una
vez casado, dejó de ser el hombre perfecto que ella pensaba haber encontrado.
La amabilidad y las atenciones iniciales de Roberto fueron erosionándose, e
incluso su cuidado personal. Los amigotes, la caza, el futbol y, quizás, alguna
aventurilla en viajes de negocios o, incluso, unas posibles excursiones por
algún burdel, eso sí, de lujo,
volvieron a recobrar una preeminencia abandonada durante los meses de cortejo a
Berenguera y, consecuentemente, los puntos de identidad se fueron difuminando.
Fue pues con alivio como Berenguera acogió,
cuando se dio cuenta de ello, los actos, discretos en apariencia, de seducción
que Araceli iba desplegando con Roberto. Decidió empujarlos en sus respectivos
brazos, también con prudencia y discreción, pero dispuesta a tener un papel
menos desprendido del que había tenido en el final de su relación con Fernando.
Desenamorada de Roberto por su cambio tras la boda, deseaba ahora una
separación que, en términos financieros, la compensara de su matrimonio fallido
y cuya responsabilidad incumbía, según ella, exclusivamente a su futuro ex-marido.
Para ello le hacía falta que la culpabilidad de la separación recayera en
Roberto.
Recobrada
su frialdad, Berenguera dejó conscientemente que el asunto entre Araceli y
Roberto madurara, vigilando a distancia su evolución. Cuando pensó que las
cosas habían llegado a palabras mayores buscó una agencia de detectives y se
presentó en sus locales.
-
Creo que mi
marido me engaña y quiero pruebas de ello, le dijo a su interlocutor, un
detective joven, bien educado y simpático.
-
Como lo siento.
Pero igual no es cierto y usted solo se lo imagina.
-
Es posible, dijo
Berenguera, pero estoy convencida de ello. Quiero que usted le siga y me lo
confirme.
-
Como usted lo
desee. Es posible que recoja pruebas de sus sospechas, pero es también posible
que pueda demostrarle que usted se equivoca, insistió el detective.
-
Usted haga su
trabajo y luego veremos.
Berenguera
le dio los datos de su marido y las señas del domicilio, de su oficina y de
otros lugares más lúdicos que le gustaba frecuentar. El detective privado
explicó sus honorarios que no eran baratos, pero eso a Berenguera no le importaba
pues tenia un trabajo que le aportaba un sueldo decente y contaba resarcirse
moral y económicamente con la separación.
-
Quiero fotos de
los dos juntos, le precisó Berenguera a su interlocutor, pero no solo en un
bar, en un restaurante o en cualquier otro sitio, aunque sea en actitudes
románticas, quiero fotos de los dos en una cama.
-
Eso será más
complicado, y más caro. Puede implicar entrar en un domicilio ajeno o en una
habitación de un hotel, le dijo con inquietud su interlocutor.
-
Me da igual, repuso
Berenguera de un modo muy decidido, los quiero sorprendidos en el acto de
engañarme y bien desnudos.
El detective, como es natural, estaba ya de parte de
su clienta. Estaba asimismo acostumbrado a la “intuición femenina” y trató de reír
con complicidad.
-
Primero habrá que
comprobar la veracidad de sus sospechas y luego actuaremos. De todas formas, yo
le tendré informada con regularidad de mis pesquisas.
-
Otra cosa más, dijo
Berenguera. Quiero estar con usted cuando los sorprenda retozando juntos.
Esta
pretensión asustó algo al detective.
-
¿No tendrá usted
unas intenciones peligrosas para la integridad física de esta pareja, si se confirman
sus sospechas? Preguntó con una voz que revelaba cierta preocupación.
-
No. Solo quiero
disfrutar de sus caras de sorpresa. Pero si tiene usted alguna inquietud estoy
dispuesta a que antes de entrar me cachee usted para su tranquilidad.
-
Conviene no solo
apartar cualquier venganza personal sino también evitar escándalos. Tengo experiencia
al respecto. Una vez comprobada la infidelidad, si infidelidad hay, el mejor
consejo que le puedo dar es el de dejar que su abogado haga el resto del
trabajo.
-
Lo sé, pero
quiero estar presente, insistió con firmeza Berenguera.
El detective hizo su trabajo y tal como Berenguera había
previsto le ofreció rápidamente pruebas fotográficas de la relación amorosa
entre Araceli y Roberto. Primero le fue trayendo fotos de los dos juntos en
lugares públicos que ni Roberto ni Araceli habían frecuentado con Berenguera. También
había fotos de algún paseo romántico por un parque fuera de la ciudad. Entre
estas fotos había algunas que evidenciaban una relación afectiva de proximidad
entre su marido y Araceli.
-
Esto no me basta,
le dijo Berenguera al detective.
-
Ya lo sé. Creo
saber donde suelen encontrarse para acostarse juntos, le dijo el detective.
-
¿En casa de ella?
-
No, en un hotel.
-
¿Cuál?
-
El “Europeísta”.
-
¿Cuál de ellos?
-
Uno que hay en
las afueras, cerca del aeropuerto. Suelen ser empleados por los amantes casados
además de los pasajeros del aeropuerto.
El detective no resistió la tentación de dar una explicación
que a él le parecía muy técnica, muy profesional.
-
Generalmente, le
dijo a Berenguera, van a la hora de almorzar, por las tardes o antes de cenar.
Lo importante es poder volver a casa para cenar y tener una explicación
razonable del empleo del tiempo no controlado por el esposo o esposa y,
sobretodo, justificar porque no se contestaron las llamadas y los mensajes al móvil.
-
Avíseme cuando
estén juntos en la cama, le dijo ella, ignorando las precisiones que le acababa
de ofrecer el detective.
-
Si quiere entrar
conmigo en la habitación donde estén deberá usted organizar su agenda para
poder acudir en cuanto le llame.
-
No se preocupe
por ello, respondió, tajante, Berenguera.
Un
par de semanas mas tarde el detective llamó a Berenguera.
-
No están en el “Europeísta”,
están en otro que esta al lado.
-
¿Cómo se llama?
Preguntó Berenguera
-
“Travel Well”
dijo el detective. Le espero fuera. Dese prisa, acaban de subir a la
habitación.
Media hora mas tarde Berenguera se encontró con el
detective y rápidamente entraron en el hotel y subieron a la habitación en la
que Araceli y Roberto estaban. Antes de entrar en el hotel el detective se
aseguro de que Berenguera no tenía ningún arma con ella. Mediante soborno el
detective se había procurado un doble de la llave de la habitación. Introdujo
la tarjeta en la abertura de la puerta y los dos entraron en la habitación que
estaba en penumbra. El detective empezó a sacar fotografías de los cuerpos
desnudos de Araceli y Roberto mientras Berenguera abría las cortinas. Los dos
amantes estaban tan sorprendidos que apenas reaccionaron.
Entonces, y ante la sorpresa del detective, Berenguera
se precipitó sobre Araceli y la cogió entre sus brazos.
-
Pobre amiga mía,
le dijo a Araceli con cariño y con unas lágrimas que brotaron inesperadamente.
Este asqueroso marido mío se ha aprovechado de ti, de tu juventud, de tu
inexperiencia. Yo no te culpo. No es la primera vez que me engaña. No pensaba
yo que se atrevería con mi mejor amiga. Es un degenerado. Tú no tienes culpa de
nada. Te sigo queriendo. Sigues siendo mi mejor amiga. Yo me voy a divorciar de
él, pero te aconsejo que tú también le dejes. No te va a aportar nada que sea
bueno.
Y, dirigiéndose al que iba a ser pronto su ex-marido,
le dijo: “Ya que tienes esta habitación, quédate con ella si quieres dormir esta
noche en algún lado. Por casa ni se te ocurra aparecer. Dejaré mañana en la portería
tus cosas. Ya te llamará mi abogado”. Dicho esto, Berenguera y el detective se
fueron rápidamente de la habitación y del hotel.
Pasó algún tiempo. Berenguera se divorció de Roberto
en términos muy cercanos a lo que ella deseaba. Con su maniobra había también
conseguido superar más fácilmente el impacto psicológico de su divorcio. No
consideraba su matrimonio un fracaso si bien tenia que admitir que no había
sido un éxito. Pero, pensaba, las cosas no siempre salen bien. Afortunadamente
el divorcio era un modo de corregir los errores de la vida en materia
amoroso-matrimonial, o, simplemente, la mala suerte al respecto. Estaba también
satisfecha de haber salvado su relación, incluso su amistad, con Araceli. Al
respecto tenia sentimientos confusos, encontrados y contradictorios. Berenguera
la quería y se sentía a gusto con ella. Había comprobado que Araceli no podía
resistir la tentación de pisarle sus ligues, novios o maridos, pero, al mismo
tiempo, esta tendencia de su amiga le había sido útil para deshacerse de enamorados
que le habían decepcionado.
No sabía bien la razón de este comportamiento de
Araceli. No tenia claro que fuera la envidia. De un modo más simplista creía
que coincidían en sus gustos y que, lamentablemente, Araceli no era capaz de respetar
las elecciones de Berenguera. Pensaba pues que la problemática era, para ella,
la de poder controlar los tejemanejes de su amiga. Pensó que lo mejor sería
hablarlo con Araceli, pero, paradójicamente para una mujer directa como
Berenguera, ello le producía cierta vergüenza ajena. No quería romper con
Araceli e intuía que discutir esta cuestión con ella llevaría a la ruptura que
Berenguera había evitado a pesar de lo ocurrido con Roberto. Asimismo, percibía
que Araceli le había sido útil. Por todo ello el hablarlo o no con Araceli lo dejó
a mas adelante, salvo que fuese la propia Araceli quien sacase el tema.
La amistad entre las dos había, pues, resistido el
tremendo embate de la infidelidad doble de Roberto respecto de su esposa y de
Araceli respecto de su mejor amiga y ello gracias a la habilidad de Berenguera.
Araceli había registrado muy bien lo que Berenguera le había dicho el día que
le sorprendió con su marido en la habitación del hotel “New Travel” y actúo en
consecuencia. Rompió enseguida con Roberto, pues si Berenguera le daba una
oportunidad a su amistad era evidente que no podía seguir con él. Por otra
parte, al no ser Roberto ya de Berenguera dejaba de tener interés para Araceli.
No era, pues, en el fondo, un gran sacrificio prescindir del amante que, en
realidad, ella había seducido, y no al revés, como Berenguera lo había presentido.
Lo que entendió es que la pelota estaba en su tejado y con prudencia evito devolvérsela
a Berenguera con excesiva premura.
En realidad, Berenguera había conseguido mantener la
amistad entre las dos pero sobre una base en el fondo falsa, la de que aquí no
ha pasado nada irremediable, incluso nada grave, porque, siempre según
Berenguera, la culpa, toda la culpa, la tenia Roberto y solo él. No sabia
Araceli si Berenguera se lo creía de verdad o no, pero si esa era la base que
Berenguera ofrecía para renovar su amistad, Araceli pensó que lo mejor era seguirle
la corriente. Araceli se presentó pues ante Berenguera, después de un tiempo
prudencial, también como una victima de Roberto por lo que en lugar de
culpabilizarse acudió a su amiga en búsqueda de consuelo que, naturalmente
encontró. Y las cosas volvieron con relativa rapidez a su curso anterior.
Llegó pronto un nuevo verano y un nuevo veraneo.
Berenguera decidió volver al complejo turístico playero que tanto había
alegrado sus años de adolescencia, donde muchos de sus amigos veraneaban todos
los años y donde sus padres tenían una casa con jardín y piscina. Volvía a ser
un veraneo en pandilla y Araceli decidió unirse al mismo, aunque mas tarde, alojada,
por su parte en el piso con terraza de sus padres que ese año habían optado por
ir a otro sitio. La mayoría de los miembros de la pandilla se reunían por la
mañana en la playa para nadar, tomar el sol y realizar actividades deportivas
por su cuenta o junto a otros miembros de la pandilla. Solían volver tarde a
sus domicilios donde almorzaban con mayor o menor abundancia según los casos y
donde solían descansar o echarse una siesta. Luego, antes de cenar la pandilla
se reunía en un tomacopas de moda antes de organizarse para el resto de la
noche. La cena era menos colectiva, pero volvían a reunirse pasada la
medianoche en una de las dos discotecas más frecuentadas.
Un día, mientras tomaban una copa antes de cenar, con
la animación habitual y entre risas y bromas, pudieron fijarse en un nuevo
cliente que acababa de llegar al volante de un Ferrari descapotable, gris
metalizado oscuro y con los asientos y el interior guarnecido de cuero rojo,
que entregó, casi displicentemente, al aparcacoches del bar que, todo
ilusionado, lo llevó al aparcamiento del establecimiento situado detrás del
mismo. El conductor del Ferrari parecía joven, aunque sería difícil determinar
una edad precisa. Alto, delgado, moreno y con un pelo negro que caía sobre sus
hombros en elegantes bucles, vestía un traje de algodón veraniego azul apretado
y llevaba una camisa negra con el cuello desabrochado. Los zapatos y el
cinturón eran de cocodrilo, aunque elegante. Unas gafas de sol con lentes
verdes implantaban sus patillas en la rica cabellera del interesado, por encima
de la frente. El conjunto, hombre y automóvil, constituía una mezcla de elegancia
y de macarrismo que resultaba inicialmente atractivo. Berenguera, y no solo
ella, pensó que el juicio final dependería de cómo se produciría el recién
llegado. Podía elegir el distanciamiento y la soledad o, por el contrario,
intentar establecer contacto con los demás clientes del bar.
De una forma a la vez natural y estudiada el conductor
del Ferrari se acercó a la barra del establecimiento y se instaló en uno de los
taburetes altos que la rodeaban. Pidió, simplemente, un whisky, solo con hielo,
que empezó a sorber tranquilamente mientras despreciaba los cacahuetes que le
colocaron en un pequeño plato de cristal junto a su vaso. Con la bebida en la
mano y sentado con una pierna recogida y doblada porque el pie estaba apoyado
en una pequeña barra transversal en los bajos del taburete y la otra apoyada en
el suelo se volvió hacia los clientes del bar a los que miró con una mirada
escrutadora mientras sonreía abiertamente mostrando unos dientes
relucientemente blancos. Desprendía una imagen de confianza y de seguridad en
si mismo, pero sin ninguna altanería. Era la viva imagen de alguien, de un
desconocido, que ofrece su amistad, una amistad aparentemente sincera, a la
clientela del lugar. No tardó en conseguir su objetivo y en entablar
conversación con unos y otros si bien su simpatía parecía acompañada de una
cierta reserva. Al cabo de un rato Berenguera y el desconocido se encontraron
frente a frente. Berenguera sintió que la mirada penetrante del ferrarista llegaba
hasta lo mas profundo de su ser.
-
¿Qué tal?, dijo
el desconocido.
-
Bien, contestó
Berenguera, que siempre encontraba que estos principios de conversación eran más
bien vulgares y penosos, aunque reconocía que lo importante era romper el
hielo.
-
Me llamo Sergio.
Acabo de llegar y voy a quedarme unos pocos días por aquí.
-
¿Dónde te alojas?
-
En un hotel que
esta muy bien.
-
¿Cuál?
-
El “Miramar”.
-
El nombre no es
muy original, le dijo Berenguera con sorna, pero, sin duda alguna, es el mas
elegante y caro de la zona. ¿Eres rico? Le preguntó directa y maliciosamente.
-
Bastante, pero no
me gusta hablar de dinero, respondió Sergio sin eludir con rodeos la inquisición
de Berenguera.
-
Pero vives bien,
insistió ella.
-
No me gusta
hablar de dinero, pero me gusta gastarlo, respondió él con una gran sonrisa.
-
¿Lo tienes o te
lo ganas? Siguió inquiriendo Berenguera.
-
Las dos cosas,
fue la respuesta no comprometida de Sergio.
Berenguera comprendió que debía de abandonar esta
línea del dialogo so pena de parecer que solo le interesaba saber si estaba
forrado de dinero. Se adentró, pues, en un ámbito mas personal.
-
¿Vives solo?
-
Si, dijo él,
volviendo a exhibir su atractiva sonrisa. Trabajo probablemente demasiado. Me gustaría
disfrutar de más tiempo libre, pero del mismo modo que el trabajo bien hecho
trae el éxito, el éxito trae aun mas trabajo. Es como una pescadilla que se
muerde la cola.
-
Pero, estos días
no vas a trabajar, vas a disfrutar de la vida. ¿No es así? Le preguntó
Berenguera.
-
Disfrutaré todo
lo que pueda de este magnífico lugar, pero me temo que no podré dejar del todo
el trabajo.
-
¿En que trabajas?
-
Es difícil de
explicar, le dijo Sergio.
-
Inténtalo, le retó
ella …
-
Digamos que ayudo
a que la gente tenga un futuro diferente.
-
¿Mejor?
-
En el fondo
depende de cada cual. Pero la mayoría piensa que tendrá una vida mejor.
-
¿Y tienen razón?
-
Eso depende de
ellos mismos. Yo solo les ayudo a ir a otro lugar diferente del que ahora viven.
-
¿Diferente?
-
Si, diferente.
De nuevo las respuestas imprecisas de Sergio
aconsejaban a Berenguera cambiar de tema para evitar parecer una preguntona
impertinente.
-
¿Y te pagan bien
por eso?
-
Si, y todos los
gastos pagados, incluso el coche, añadió Sergio riéndose con una gran
carcajada.
-
Eres algo
misterioso, sentenció Berenguera.
-
Los misterios
atraen. Tú también eres un misterio para mí, le dijo Sergio poniendo una cara muy
seria, tan seria que Berenguera comprendió, o quiso comprender, que era una
manera para Sergio de intentar establecer un vínculo de cara a futuros
contactos …
-
¿Es eso cierto?,
respondió sorprendida Berenguera mientras los remolinos de la clientela del bar
de pronto les separaron.
Berenguera se quedó pensativa. Sergio no le inspiraba
confianza, pero al mismo tiempo constituía una novedad interesante y digna de
ser mejor conocida. Como él había dicho, el misterio siempre es atractivo y
Berenguera consideraba que este hombre encerraba una importante dosis de misterio.
¿Y en que podía ser ella un misterio para este desconocido?
-
Estas en la luna,
le dijo uno de sus amigos de la pandilla.
Berenguera
despertó de su ensimismamiento.
-
No es verdad,
contestó molesta consigo misma por haber sido sorprendida mientras pensaba en
Sergio.
-
Hemos montado un
pequeño grupo para ir a cenar al chiringuito de la playa. Dan buen pescado a la
parrilla. ¿Te vienes con nosotros?
-
Naturalmente,
contestó Berenguera, volviendo plenamente a la realidad.
Los futuros comensales del chiringuito se reagruparon rápidamente
y se dirigieron hacia la salida del bar. Una mano cogió suavemente a Berenguera
por el codo. Era Sergio.
-
Veo que te vas a
cenar con amigos tuyos y me parece muy bien. En todo caso esta noche estoy
cansado porque he hecho un viaje largo para llegar hasta aquí. Además, tendré,
probablemente, que resolver algún cabo suelto de mi trabajo. Pero he disfrutado
mucho de nuestra conversación. ¿Te parece bien que mañana te invite a cenar?
Así podríamos empezar a desvelar nuestros recíprocos misterios.
-
De acuerdo, respondió
rápidamente ella.
-
¿Te recojo aquí
mismo, a la hora de las copas? Sugirió Sergio
-
Muy bien,
contestó Berenguera con evidente satisfacción.
Esa noche Berenguera cenó y durmió tranquilamente. En
cambio, el día siguiente se le hizo largo, hasta “la hora de las copas”. Por la
mañana estuvo en la playa, aunque se aisló de los demás eligiendo un lugar
apartado de la misma. Volvió pronto a su casa para apenas tomar una ensalada y
una fruta. Luego no consiguió dormir una siesta ni leer tranquilamente junto a
la piscina. La cita con Sergio, deseada y que al confirmarse le había
proporcionado tranquilidad la víspera mientras cenaba con sus amigos y durante
la noche, le produjo, sin embargo, algo de angustia a lo largo del día siguiente.
Berenguera no sabía por qué, pero en el personaje, sin duda atractivo e
interesante, de Sergio había algo que no le encajaba bien, pero sin saber que
es lo que podía ser.
Llegado el momento de vestirse para su cita resolvió echar
por la borda sus dudas para poder prepararse con decisión para la misma. Al
salir de la ducha optó por unas bragas pequeñas y del mismo color que el traje
que había elegido ponerse: un traje gris perla de seda ceñido en la cintura con
una falda que se quedaba por encima de sus rodillas y una parte de arriba que
se iba estrechando hasta el cuello y que se cerraba por detrás con un lazo
anudado por detrás del mismo, dejando un amplio escote para la espalda y que permitía
adivinar la realidad de sus pechos según cayera el tejido. Optó por peinar su
pelo negro estirado y con una coleta que ceñía con una goma muy ancha de color
azul oscuro. Se pintó con esmero, pero sin exagerar ningún rasgo de su rostro. Eligió,
finalmente, unos zapatos con tacones muy altos de un azul que casaba con el de
la goma del pelo. No se puso medias. Los zapatos permitían que asomaran los
dedos de sus pies cuyas uñas estaban pintadas de un rojo claro, al igual que
las uñas de sus manos. Optó por no llevar ningún abalorio alrededor del cuello
y solo se puso una ancha pulsera de plata en su muñeca derecha que así
complementaba un reloj Rolex femenino de oro y plata que llevaba en la
izquierda. Finalmente se perfumó con una fragancia a la vez suave, fresca y
penetrante.
Así acicalada se hizo depositar por su madre en coche
en el bar donde se reunía su pandilla para tomar copas antes de cenar y donde había
quedado con Sergio. Intentó efectuar una entrada discreta, aunque no lo logró,
siendo bien piropeada por sus amigas y amigos. Optó también por no acercarse inmediatamente
a Sergio, vestido esta vez con un traje de verano beige verdoso, con zapatos marrón
oscuro y una camisa azul claro, siempre sin corbata, y que ya estaba encaramado
en un taburete de la barra donde departía con los miembros de la pandilla de Berenguera
como si fuera el mas veterano de la misma. Para retrasar su llegada hasta donde
estaba Sergio, Berenguera fue aprovechando los comentarios que le hacían para
ir intercambiando algunas palabras con sus amigos.
Finalmente se acercó a Sergio y con la mayor
naturalidad posible le dijo: “Aquí estoy”.
-
Estas preciosa y
deseable, le dijo Sergio con una enorme sonrisa.
-
Gracias, respondió
ella, intentando mantener la calma.
-
He reservado una
mesa a las nueve. Tenemos tiempo para una copa aquí con los amigos, si te
apetece, le dijo Sergio con una voz suave y envolvente.
-
Muy bien, dijo
Berenguera, pídeme una ginebra con tónica.
Hacia las ocho y media se eclipsaron y Sergio pidió su
coche al aparcacoches que lo trajo enseguida. Berenguera tuvo que rodearlo para
instalarse en el asiento del pasajero mientras el aparcacoches le mantenía
abierta la puerta del automóvil. Mientras rodeaba el Ferrari lo pudo ver con
detalle y si bien pudo apreciar la pureza de su diseño y su color gris oscuro
metalizado no pudo evitar una sensación de exceso, de búsqueda de impresionar
al vecino, a los demás conductores, a ligues potenciales. En suma, una
horterada. Le llamó la atención comprobar que el motor estaba detrás y que se
le podía ver a través de un cristal que, como un escaparate, mostraba un rugiente
animal plateado. Ya dentro del vehiculo se sentó en su asiento. Sentarse seria más
bien un decir, ya que el coche era muy bajo y, consecuentemente, el asiento también.
Le dio la sensación de estar en la tumbona de una piscina. Eso sí, una tumbona ergonómica
y de mucho lujo. Un cuero rojo la forraba enteramente incluidos el apoya
cabezas y las sujeciones laterales. No solo eran de cuero rojo los dos
asientos, sino también los laterales de las puertas, así como parte del tablero
que donde no había cuero mostraba láminas de aluminio en las que se podían ver
los diversos relojes que controlaban el motor y otros órganos de este
sofisticado automóvil. A Berenguera no le gustaba conducir, pero era capaz de
hacerlo. Por eso sabia lo que era un cambio de velocidades y le extraño no ver
ninguna palanca a tal efecto. Luego pudo comprobar como Sergio apretaba unas
pequeñas palancas incorporadas al volante del Ferrari para cambiar las
velocidades, lo que le pareció confuso, más que nada por la novedad.
Automóvil, sin duda, escandaloso, pensó
Berenguera, que atraía, innecesariamente todas las miradas, siguió pensando.
Por ello agradeció que la conducción de Sergio fuera discreta, sin dar
acelerones innecesarios y ruidosos, tranquila e, incluso, elegante, lo que le pareció
una contradicción con lo que se tipo de coche representaba, al menos para ella.
Sergio salió del pueblo veraniego y se dirigió
por una carretera que serpenteaba por un acantilado hacia un restaurante muy
elegante y reputado. “La Cueva del Pirata” estaba situado a pocos minutos del
pueblo en un lugar con una vista privilegiada y figuraba con las notas máximas
en toda clase de guías reputadas por su calidad gastronómica. Al llegar al
mismo optó por aparcar personalmente su vehículo.
Berenguera había oído hablar de este carísimo
restaurante, pero nunca había estado en el mismo. Aunque tenia mesas en el
interior y una barra preciosa de madera con taburetes forrados con una tela de
un verde eléctrico que destacaba sobre el mármol negro del interior del
restaurante, el establecimiento estaba esencialmente volcado, mediante una gran
terraza hacia el exterior, hacia una vista magnifica del mar, con un horizonte
infinito, donde en el crepúsculo se baña el sol antes de acostarse. Unas
palmeras bajas y unos cactus daban al conjunto un aspecto exótico mientras
otros árboles mas altos daban sombra para almorzar agradablemente al mediodía.
En el momento en el que llegaron al restaurante el sol se encaminaba ya hacia
su baño cotidiano en un cielo despejado y rojizo. El director del
establecimiento les llevó a una mesa situada en primera línea, junto a una
barandilla de piedra. Con un gesto preciso retiró la silla con la mejor
orientación para la vista y luego la deslizó por debajo de Berenguera mientras
esta se sentaba. Sergio se sentó enfrente de ella y ambos se sonrieron un poco
artificialmente. Berenguera, para romper el hielo, miró al horizonte en llamas
y tras haberse empapado de la belleza del momento se volvió hacia Sergio y con
poca inspiración le dijo “Este sitio es maravilloso”.
Afortunadamente para ambos llegó un
camarero vestido con pantalones negros, una chaqueta de una sola fila de
botones, apenas tres, blanco-marfil y una pajarita roja para preguntarles si
deseaban una bebida. Berenguera encargó un “Kir Royal” y Sergio se contentó con
pedir un whisky con hielo y sin agua. Al poco tiempo se presentó, con una gran
sonrisa, el “Maître” que les dejó a cada uno la carta del restaurante, metida
en unos estuches de cuero verde chillón, y entregó a Sergio una de color ocre
con la carta de los vinos. Al mismo tiempo señaló con cara de tristeza que ya
no le quedaban uno de los entrantes y un plato principal y recomendó unos
platos fuera de la carta sin indicar, naturalmente, sus precios. Cumplido este
ritual se marchó para dar tiempo a Sergio y Berenguera a que eligieran sus
preferencias mientras llegaba otro camarero, vestido de negro y con un delantal
blanco inmaculado anudado a su cintura portando en una pequeña bandeja redonda los
aperitivos encargados.
Berenguera estaba a la vez impresionada y
divertida con este baile incesante de empleados del restaurante perfectamente
entrenados para hacer de la cena un placer sofisticado más allá de la parte
estrictamente gastronómica. Los ojos de Berenguera empezaron a recorrer la
carta dividida en lo que le pareció innumerables categorías con titulares que
rezaban “Para Empezar”, “Especialidades”, “Entrantes”, “Carnes”, “Pescados” y
“Postres”, con la advertencia, en este ultimo caso, que varios de ellos debían
de ser encargados al principio de la cena debido a su larga elaboración. También
había unos menús con títulos rimbombantes: “Menú Neptuno”, “Destello Verde” o
“Cinco Estrellas”. Lo que no pudo ver Berenguera fue un solo precio. Se dio
cuenta, entonces, que, en algunos sitios elegantes como éste se preciaba de
ser, se entregan las cartas con los precios solo a los caballeros con la idea de
que los mismos no influyan en la elección de la dama que les acompaña. Filosofía
repleta de elegancia y de machismo. “¿Qué harán” –se preguntó a si misma- “si
se presenta una ejecutiva moderna y decidida acompañada de un joven claramente
a sueldo?”. En todo caso decidió que ya que, al menos para ella, todo costaba
lo mismo, lo mejor era aprovechar este momento de generosidad, sin duda
interesada, de Sergio para pedir lo que a Berenguera le pareció debían de ser
platos ricos y, probablemente, prohibitivos de precio, al menos para ella.
Así, decidió empezar con unos “Filetes de Salmonete
dorados ligeramente en aceite de oliva virgen extra de primerísima clase
acompañados de Caviar Beluga y Huevas de Salmón” y continuar con un “Bogavante
del Atlántico a la parrilla acompañado de Puré de Ostras con trufas blancas”.
Declinó encargar ya un postre y señaló al “Maître” sonriente, que tomaba nota,
que no descartaba pedir en su momento quesos ya que al ir a su mesa Berenguera había
pasado junto a un carrito donde se ofrecían quesos diversos que tenían un
aspecto maravilloso. Sergio optó por cosas aparentemente mas sencillas empezando
por un “Guacamole Infernal”, que se indicaba en la carta que era “muy picante”,
para continuar con un “Solomillo a la Parrilla, que encargó “muy hecho”,
acompañado de puré de patata con Trufa Negra y una salsa especial a base de erizos
de mar”. Y como postre encargó uno bautizado como “Ultimo Suspiro”, una "crépe"
de mango, flambeada, que a Berenguera se le antojó que, con ese nombre, debía
de ser el postre ideal para un condenado a muerte.
Nada mas terminar el encargo llegó una joven con coleta
y gafas, vestida también con un delantal blanco y una chaquetilla negra y
pajarita, presentando en dos platos minúsculos una croqueta de perdiz y dos
almejas gigantes rebozadas y que anunció con una voz suave. Y continuó el baile
de los camareros, "sommeliers" y encargados de lo que fuera. Si hacían ademán de
querer mas vino o agua llegaba enseguida alguien que se encargaba de rellenar
sus vasos, incluso cuando no lo pedían. “¿Desean los señores otra botella de
vino?” preguntó el "Somelier" a mitad de la cena. Sergio no quiso
parecer un rata y que contestó “Naturalmente”. Y el “Somelier” trajo la segunda
botella del exquisito y carísimo vino que Sergio había encargado. Llegaron en
su momento los entrantes y, luego, los platos principales que habían encargado.
En ambos momentos se produjo el oportuno ceremonial. Mientras un ayudante mantenía
una bandeja con los dos platos, dos camareros los recogían de la bandeja y los ponían
en la mesa delante de Berenguera y Sergio para, luego, al unísono, y tras concertarse
con la mirada levantar con solemnidad, y cierto dramatismo, las tapas metálicas
en forma de bóveda circular que tapaban el contenido de los platos hasta ese momento
para mantener calientes los manjares así protegidos.
Terminados los entrantes Berenguera confirmó al “Maître”
que no deseaba un postre (“Seguro que engordan” se dijo a si misma) pero, contradictoriamente,
se inclinó por seguir acariciando su paladar con el carrito de los quesos donde
había quesos locales y, asimismo, franceses. Le apetecían tanto estos quesos que
no se paró a pensar en este caso si su consumo tendría alguna incidencia en las
cifras que al día siguiente le ofrecería la pesa que como un tribunal
sentenciaba cada mañana los excesos gastronómicos de las vísperas o, a veces,
revelaba que ningún gramo se había sumado al peso declarado la víspera
produciendo, naturalmente, una sonrisa de alivio y satisfacción en quien, con
la cabeza respetuosamente gacha, solicitaba el veredicto matutino de esa pesa. Berenguera
eligió un queso de cabra, cuya blancura interior contrastaba con su capa
exterior, de un gris negruzco, con estrías profundas, uno de oveja bien curado
y dos quesos normandos de vaca cremosos: un “Camembert”, que resultó no estar
muy hecho en su interior, una pena, y, sobre todo, un “Pont L´Éveque” que se deshacía
en un río algo amarillento y que le pareció la cosa mas divina que había tomado
esa noche.
Sergio, por su parte, se tomó su postre flambeado.
Luego Berenguera encargó un descafeinado y Sergio un “cortado” a los que siguieron
un Coñac francés para Sergio y una “Poire Williams” para Berenguera. Antes de
que llegaran los cafés se instaló en la mesa una bandejita de porcelana con
trufas de chocolate, “Loukoum” y unas tejas de hojaldre con almendra.
Si la pretensión de Sergio había sido la de impresionar
a Berenguera, no hay duda de que lo había conseguido. ¿Quién puede resistirse
al halago de ser tratada como en un cuento de mil y una noches? Lujo, calidad y
elegancia en una terraza decorada con gusto y desde la que se había, primero,
contemplado la puesta del sol y, luego, observado el mar que ennegrecía con la
noche y en el que se encendían aquí y allá las luces de potentes focos de
barcas ansiosas de pescar calamares, todo ello bajo una bóveda aun mas negra
salpicada de estrellas y en la que una solitaria nube recortaba algo el cuarto
creciente de la luna.
La conversación entre Berenguera y Sergio fue
divertida y sin esfuerzo. Hablaron de cosas serias y de tonterías, de arte y de
política y se contaron anécdotas de su pasado que, sin embargo, ninguno de los
dos reveló con gran claridad. Sin duda un observador recién llegado pensaría
que ambos estaban en esa fase del cortejo en el que se dan pistas, pero no se
confiesan, al menos todavía, todas las verdades. Se amaga, pero no se da. Se
deja mirar, pero no tocar. Se abren ventanas de la casa, pero no se iluminan
con mucha luz las habitaciones lo que no permite discernir con precisión su
contenido.
Sin embargo alguien que conociese mejor a Berenguera habría
constatado también que esta mantenía con firmeza una distancia que revelaba que
si bien Sergio le atraía, no tanto por despliegue de lujo de esta noche con
ella como porque veía en el hombre sentado enfrente de ella a una persona
diferente de los que había conocido hasta ahora, alguien que le parecía, también,
fuera de lo común, alguien que le hablaba de cosas diferentes y mas
interesantes que los amigos de su pandilla, alguien cuyo físico le resultaba
atractivo y cuya forma de vestir le divertía por su rechazo a cualquier clasicismo,
ese alguien aún no le encajaba bien ni claramente. También le espantaba por su
exceso de seguridad y porque, intuía, había en él algo que ella no era capaz de
precisar pero que le parecía, extraño, sospechoso.
No obstante, lo cierto es que Berenguera lo pasó bien
y estaba dispuesta a mantener con Sergio, por ahora, una relación veraniega que
luego se vería en que podría desembocar. Por su parte Sergio tenia pinta de
tener un buen sentido psicológico de las personas de su entorno y percibió claramente
las reservas que, al menos por ahora, parecía oponerle Berenguera al tiempo que
se daba cuenta que también le interesaba contentarse con una relación que no
tenia porque pasar a mayores por ahora. En todo caso sabía muy bien que ello no
era necesario desde su punto de vista.
Se quedaron tarde charlando. A partir de la media noche
la música ambiental subió de tono, las luces disminuyeron su intensidad y
aparecieron los clientes interesados en solo tomar una copa y estar hasta altas
horas de la madrugada en torno al bar de la terraza o sentados en las mesas que
se habían vaciado de los clientes que habían venido solo a cenar. Algunas
parejas bailaban al ritmo suave, melodioso y romántico de la música. Sergio y
Berenguera echaron tranquilamente un par de piezas y se sentaron enseguida para
proseguir brevemente su charla antes de marcharse.
Al llegar al Ferrari Sergio sugirió hábilmente a
Berenguera que probara a conducirlo. “Prueba”, le dijo, “no todos los días tendrás
la oportunidad de conducir un Ferrari”. “Además”, añadió, “tu has bebido bastante
menos que yo”. La tentación era importante y no quiso Berenguera ofender a un Sergio
tan generoso (¿tan enamorado? quizás) que estaba dispuesto a dejar entre las
manos de Berenguera un coche tan especial y valioso como ese Ferrari. “Esta
bien”, le dijo. “Si estas dispuesto a correr ese riesgo……”, añadió riendo mientras se introducía en el habitáculo
del bólido e intentaba posicionar el asiento del conductor mas cerca del
volante. Sergio le ayudó a hacerlo mientras le decía “No te preocupes, yo voy a
tu lado, pero estoy convencido que lo harás muy bien”.
Poco a poco Berenguera se hizo con el coche, dejó de
embalar innecesariamente el motor y se acostumbro a conducir casi a ras del
suelo enmoquetado del Ferrari. Sin embargo, no llegó a hacerse con la cuestión
de tener que cambiar las marchas con las dos palanquitas del volante, una para
subir y la otra para retrotraer las marchas. Estaba acostumbrada a una palanca
entre los dos asientos delanteros y esta otra modalidad, siguiendo la tendencia
mostrada por los coches de competición, se le resistía.
Al
fin llegaron a su domicilio y se despidieron.
-
¿Podré volver a
verte?, pregunto Sergio.
-
Naturalmente, respondió
ella. Ya sabes donde encontrarme. O en el bar donde nos reunimos la pandilla, o
en la playa, al final, donde hay menos gente.
Los días que siguieron Sergio y Berenguera los pasaron
casi todos juntos. Solían encontrarse por la mañana en la playa, almorzar en
alguno de los chiringuitos playeros. Por la tarde se solían citar en el bar de
la pandilla y a veces hacían plan para cenar en grupo con los amigos o se iban
los dos solos a probar sitios más normales que “La Cueva del Pirata”. Un par de
días hicieron unas excursiones. Una para ver monumentos en una ciudad histórica
cercana y otro para descubrir otra playa al amparo de una competición de surf
que había atraído a mucha gente.
Una noche, después de cenar, parte de la pandilla volvió
a reunirse en su bar preferido y poco a poco la conversación fue derivando, en
principio en broma, pero con algún que otro tinte machista, sobre la habilidad,
o mas bien la falta de habilidad, de las mujeres para conducir. Alguien propuso
una competición que debió parecerle original y que consistía en que cada chica
hiciera un recorrido corto al volante del automóvil de su pareja que seria
cronometrado. Los chicos intentarían luego superar los cronos establecidos por ellas.
Sergio propuso una ida y vuelta a “La Cueva del Pirata”. “No esta lejos”, dijo.
“Cuando llegas allí aparcas tu coche, vas al bar, pides una consumición, la que
quieras, la abonas y con el recibo vuelves aquí y así demuestras que has estado
en ese sitio. Cronometramos desde que se levantan de esta mesa hasta que
vuelvan a la misma”. “¿Hay que beberse la consumición?” preguntó alguien haciéndose
el listillo. “Haces lo que quieras”, repuso Sergio. “Si te tomas la consumición
tardaras mas en volver. Lo importante es traer el recibo a esta mesa que prueba
que has llegado hasta “La Cueva del Pirata”.
Y así empezó esta competición sui generis en la que el
genero masculino esperaba demostrar, una vez más, que quienes saben conducir
son los hombres y no las mujeres. Cuatro representantes del género femenino se
lanzaron a la competición con los coches de sus amados, o no tan amados, y volvieron
a la mesa presentando el imprescindible recibo. Los tiempos no impresionaron
mucho a los chicos salvo un registro que les pareció muy bueno.
Así las cosas llegó el turno de Berenguera.
-
Bueno, con ese
Ferrari tienes que ser la ganadora, dijo una voz.
-
Si hay multa por
exceso de velocidad, eso equivale a una descalificación, dijo otra voz,
riéndose.
-
Si te para la policía
da igual que te descalifiquen o no: es seguro que no ganas, precisó un tercer
comentario jocoso.
-
El coche es tuyo,
le dijo Sergio a Berenguera, depositando las llaves del Ferrari sobre la mesa.
A Berenguera esta competición no le hacia mucha
gracia. En primer lugar, le parecía una estupidez, además machista. En segundo
lugar, no tenía tantas ganas de volver a conducir el Ferrari con su cambio de
marchas a base de palanquitas en el volante. Había intentado oponerse
suavemente a esta competición, pero, como es obvio, no lo había logrado. Ahora,
pensó, no le quedaba otro remedio que coger el volante del Ferrari, aunque solo
fuera por vergüenza torera. No obstante, puso algunas pegas no solo para
hacerse rogar sino también para poder decir mas tarde que se había plegado a la
demanda general en contra de su voluntad y así poder justificar un mal
resultado del crono pues estaba convencida de que haría sufrir la caja de
cambios del coche en detrimento de un buen resultado.
-
¿Estas seguro que
no te importa que destruya tu caja de cambios? Le preguntó a Sergio, más que
nada para echarle la culpa de lo que a ella le parecía inevitable.
-
Confío plenamente
en ti, repuso Sergio con una sonrisa y en medio de unas carcajadas generales.
-
Allá tu, dijo
Berenguera alargando su mano hacia las llaves del coche.
-
En cuanto cojas
el llavero se dispara el cronometro, dijo alguien.
-
Ya lo se,
contestó Berenguera mientras sus dedos se iban acercando tan lentamente al
manojo de llaves que daba la sensación de que seguía siendo renuente a lanzarse
a la competición, lo que era totalmente cierto. A todo lo anterior se sumaba también
un sentimiento indefinido pero negativo respecto a esta competición y que
incrementaba sus ganas de apartar de ella esta prueba.
-
Si no te atreves,
yo si estoy dispuesta a conducir el Ferrari en tu lugar, y ganar, a ellas y a
ellos, dijo, de pronto, una voz a espaldas de Berenguera, una voz que
Berenguera conocía muy bien. Era la de Araceli.
Araceli había llegado hacia unos pocos días y se había
incorporado con naturalidad a la pandilla. La relación entre las dos amigas había
sufrido del episodio que había desembocado en el divorcio de Berenguera. Pero Berenguera
se había atenido a su afirmación, el día que había sorprendido a Araceli en la
cama del hotel junto a su marido, de que toda la culpa había sido de su marido,
mejor dicho, de su ex-marido. Araceli, pillada in fraganti, se había sentido
muy mal. Luego había marchado al extranjero, lo que había contribuido a
disminuir la tensión entre las dos amigas. Pero luego la relación entre las dos
se había normalizado, al menos hasta cierto punto.
Con su envidia por Berenguera, Araceli se acercaba a
su amiga como una mariposa nocturna a la luz. Por su parte Berenguera no quería
perder su amiga tanto por la amistad que siempre habían tenido como por el echo
de que el impulso vertiginoso que Araceli tenia por las parejas de Berenguera
se había vuelto útil en el pasado para pasar la pagina con novios, y un marido,
abocados al desecho. Ahora bien, se dijo en el momento que oyó la voz de
Berenguera, ese era un proceso que Berenguera ahora controlaba y la hora de
pasar a Sergio a Araceli todavía no había sonado. Sin embargo, Araceli le era
obviamente útil para escapar de esta competición de la que su intuición le
apartaba. Todo estaba en demostrar al respetable que era ella, Berenguera quien
tomaba la decisión final a este respecto, y nadie más.
-
¿Te crees mejor
conductora que yo? Preguntó Berenguera a su amiga dejando su mano en suspenso
junto a las llaves del Ferrari y sin volverse hacia Araceli, todo ello en un
ambiente que se había vuelto helador con un silencio que una navaja cortaría nítidamente
en dos partes.
-
Sin duda,
contestó Araceli con arrogancia.
Cuando Araceli había llegado al pueblo, Sergio y
Berenguera llevaban varios días saliendo juntos. Como en el pasado Araceli
sintió su envidia crecer imparablemente pero no había encontrado aun una ocasión
para hacerse valer ante Sergio. Era buena conductora y estimó que este era un
buen momento de enfrentarse amorosamente a su rival y amiga. Era algo que no podía
impedir. Era más fuerte que ella. Hasta ese momento su relación con Sergio había
sido normal, la normal de una amiga de la chica con la que Sergio estaba
saliendo. Risas, bromas, algún guiño que no parecía malicioso, y una prudente
distancia para no dar que pensar. Pero ahora no había podido resistirse. Como el
ave rapaz que da vueltas en el aire sobre su presa potencial pensaba que había
llegado el momento de mover ficha.
-
Necesitarás el
permiso de Sergio, dijo Berenguera.
-
Si tú me cedes tu
sitio supongo que Sergio no objetará, repuso desafiante Araceli.
-
¿Qué dices? preguntó
Berenguera a Sergio.
-
Lo que tú
decidas, le contestó Sergio.
La situación de Sergio era incomoda. El no tenía interés
alguno en que Araceli sustituyera a Berenguera. Además, él quería que fuese
Berenguera la que se llevase su Ferrari. Pero no quería entrometerse en la disputa
entre las dos mujeres. Es más, no quería actuar de un modo en el que pudiera
parecer que él había reaccionado positivamente al reto de Araceli. Le daba
igual lo que Araceli pensara o le pudiera pasar. Lo importante para Sergio en
ese momento era demostrar a Berenguera que era ella la que mandaba en esta
situación se fuese ella o Araceli con el coche. De ahí su contestación a
Berenguera.
Berenguera pensaba lo mismo. Lo importante no era
quien fuese a conducir el coche, lo importante era que quedase bien claro que
la decisión era de ella y no de Araceli. Asimismo, no tenía ganas de participar
en esta competición por lo que, una vez mas, Araceli le podía ser útil.
-
Tú no has puesto,
como hemos hecho los demás, un céntimo en esta timba, prosiguió Berenguera,
siempre de espaldas a Araceli. Si tanto quieres conducir este coche pagas mi
parte, pero no cobras si el Ferrari gana esta estúpida competición.
Lo de “la estúpida” competición había sido, sin duda
innecesario y no había dejado de ser una bofetada a los chicos, Sergio incluido.
Pero era demasiado tarde para lamentar el adjetivo que se le había escapado.
Esta vez era Araceli la que se encontraba pillada. Si
se echaba para atrás, lo que en todo caso no era su deseo, quedaría muy mal después
de haber sido ella la que había lanzado el reto. Si aceptaba la condición de
Berenguera el reto ya no era de ella sino de Berenguera. Si, además, como
calculaba, conseguía el mejor tiempo, pues era una buena conductora, Sergio y
Berenguera le darían las gracias al recoger todos los beneficios de la apuesta
y ella quedaría como una entrometida. Pero ya era tarde para echarse atrás.
-
Está bien, dijo
finalmente Araceli.
Acto seguido puso el dinero de la apuesta, cogió las
llaves y salió corriendo en busca del bólido de Sergio.
El ambiente se relajó con la marcha de Araceli. Y poco
a poco se fueron montando varias conversaciones entre los componentes presentes
de la pandilla. Sin embargo, al cabo de un rato alguien cayó en la cuenta de que
el tiempo iba pasando y que Araceli no volvía.
-
Ya lleva mas rato
que quien ha hecho el peor tiempo, dijo con aprehensión una de las chicas
presentes.
-
Se habrá liado
con las palancas del cambio de velocidades, le contestó una voz masculina,
provocando unas risas que más que machistas sonaron a nerviosas.
-
Igual tienes que
arreglar algún bollo a tu coche, dijo alguien a Sergio, intentando ser
gracioso.
-
Esperemos un poco
mas, dijo otra voz.
Pasaron unos minutos más, esta vez en un silencio
inquieto.
-
¿Qué podemos
hacer?, preguntó preocupada Berenguera.
-
Puedo llamar a la
“Cueva del Pirata”, dijo Sergio. Igual me dicen si llegó y cuando se marchó.
-
Llama, llama, le
suplicó Berenguera.
Sergio cogió su móvil, busco en la agenda el teléfono
del restaurante y llamó. Al cabo de bastante tiempo respondió una voz que
intentaba ser neutra: “Restaurante “La Cueva del Pirata”. ¿En qué puedo
ayudarle?” Sergio le preguntó si habían visto a Araceli. Añadió que, con casi total
seguridad, de haber llegado, habría pagado una consumación que no habría tomado,
saliendo enseguida con el recibo.
-
Bueno, le
contestaron, varias señoritas lo han hecho esta tarde. Parece que tenían que
demostrar que habían estado aquí.
-
La señorita por
la que pregunto iba al volante de un deportivo descapotable gris metalizado oscuro,
un Ferrari, precisó Sergio.
-
¿Tiene usted
alguna relación con esa señorita? Le preguntó a Sergio la voz casi neutra al
otro lado del teléfono.
-
Es una amiga,
repuso Sergio, con una voz irritada pues era evidente que la voz del
restaurante daba vueltas a algo. Somos primos, primos hermanos, añadió,
mintiendo para ver si al establecer un lazo de parentesco la voz del
restaurante seria mas explicita.
-
Ya, dijo la voz. Pues
tengo una mala noticia que darle, añadió después de un breve silencio.
-
¿Qué ha pasado?
-
Pues la señorita
salió del parking muy deprisa y no debió de mirar bien si venia otro coche.
-
¿Y que ocurrió?,
insistió Sergio.
-
Pues que llegó un
autobús de turistas que bajaban de ver la vista en el faro del promontorio.
-
¿Chocaron?
-
Sí.
-
¿Un golpe fuerte?
aventuro Sergio.
-
El autobús
arrolló al deportivo y lo empotró en un árbol, contestó la voz telefónica.
-
¿Cómo está la
señorita? Preguntó Sergio
-
Mal.
-
¿Cómo de mal? insistió
Sergio.
-
Bueno, están ahí
los del SAMUR, dijo la voz del restaurante.
-
Pero, ¿Cómo está
ella?
-
Mal.
-
Ya me lo ha dicho,
pero ¿cómo de mal?
-
Pues, cuando el
choque, estaba aquí, en la barra del restaurante, el Doctor Veraguas, que es
uno de los médicos de este pueblo. Se fue corriendo a ver si podía ayudar en
cuanto oímos el tremendo ruido del choque. Acaba de volver y le estoy poniendo
un Whisky doble.
-
Muy interesante,
pero ¿ha dicho algo de cómo esta la señorita? Insistió Sergio.
-
Mal, dijo otra
vez más la voz, obviamente renuente, al otro lado del teléfono.
-
¡No me siga mareando
la perdiz! explotó repentinamente Sergio abandonando provisionalmente su calma
habitual. ¡Dígame de una puta vez lo que le ha pasado a la señorita! exigió
alzando el tono.
-
El medico dice
que han intentado reanimarla, pero que no han podido.
-
¿Entonces …? dijo
Sergio dejando en suspenso el final de la frase.
-
Ha fallecido,
está muerta, fue la respuesta que le llegó por el teléfono. Lo siento, añadió
la voz, por cortesía ya que el tremendo desenlace del accidente no era culpa suya.
En un momento dado de la conversación, Sergio había
conectado el altavoz de su teléfono móvil por lo que los componentes de la
pandilla pudieron oír la sentencia final. Fue un mazazo y el horror se
estableció en el seno del grupo. Nadie había considerado, al establecer la apuesta,
que pudiera producirse un desenlace tan horroroso como éste. Alguna de las
chicas empezó a llorar. Berenguera estaba lívida. Alguien dijo que se quería
acercar al lugar del accidente y todos salieron para allí, salvo Berenguera,
totalmente anonadada, y Sergio, que había recuperado su calma.
-
De buena me he
librado, dijo con cierta agresividad Berenguera a Sergio, interrumpiendo el
silencio que se había establecido tras la marcha de sus amigos y que parecía
durar desde la eternidad.
-
Sin duda, respondió
Sergio.
-
Me tocaba a mí,
¿No es así?
-
Si, contestó
Sergio tras un silencio que parecía evidenciar que no se esperaba esta
intervención de Berenguera.
-
Desde el principio
vi algo raro en ti, insistió ella.
-
¿El qué? Preguntó
él sorprendido
-
No sé. Mi intuición.
La frialdad de tus manos. Tú y todo lo que te rodea es como una tentación hacia
el vacío, hacia una destrucción. Emanas una atracción parecida al vértigo, a la
caída a un pozo oscuro y sin fondo.
-
Probablemente tengas
razón. Lo tendré en cuenta a futuros, contestó Sergio. Pero, tenía la impresión
de que estabas a gusto conmigo.
-
Supongo que la
muerte puede ser incluso atractiva, dijo ella, algo desafiante.
-
No lo dudes, dijo
él con rotundidad.
-
¿Actúas solo?
preguntó Berenguera.
-
No, contestó
Sergio. Solo soy un colaborador de “Ella”.
-
¿Sois muchos? Inquirió
Berenguera.
-
Los necesarios,
respondió él tajantemente.
-
Actuáis
disimuladamente, se quejó Berenguera.
-
Es la única forma
de hacerlo. A “Ella” generalmente no le gusta avisar, le contestó profesionalmente
Sergio.
Se produjo un breve silencio que, sin embargo, pareció
mas largo de lo que era en la realidad.
-
Y ahora, ¿Cuándo
vais a venir a por mí? preguntó Berenguera con una voz casi entrecortada.
-
No lo sé. Es “Ella”
la que decide, sentenció Sergio.
-
Pero, si me
tocaba ahora, volverá a por mí enseguida, insistió Berenguera.
-
No necesariamente,
le contestó él.
-
¿Por qué?
-
Porque tu lugar
lo ha tomado esta vez Araceli.
-
Pero “Ella” querrá
reparar esta equivocación.
-
“Ella” funciona
esencialmente con grandes cifras, con estadísticas. Sin perjuicio de que en
algunos casos entre en detalles, como puede serlo el individuo seleccionado. Suele
funcionar con grandes objetivos que hay que alcanzar, le precisó Sergio, otra
vez con un tono profesional.
-
¡Eso es horrible!
exclamó ella.
-
Quizás, pero es
así, dijo con firmeza Sergio.
-
Parece una
empresa que debe alcanzar objetivos comerciales, aventuro Berenguera con ironia.
-
Puedes verlo así,
le repuso Sergio, intentando un tono de complicidad. Por eso no creo que vuelva
a por ti inmediatamente.
-
¿Cuándo? preguntó
ella sin poder disimular su natural inquietud.
-
Tampoco lo sé. Es
posible que ni “Ella” misma lo sepa, volvió a decir Sergio de un modo tajante.
No vivas con esa angustia. Vive tu vida. Vívela plenamente. Como si fueras a
vivir eternamente. Cuando “Ella” llega, casi siempre llega por sorpresa, cuando
menos te lo esperas. No vale la pena amargarse esperando su llegada.
-
¿No avisa nunca?
Insistió Berenguera.
-
No, le dijo Sergio
con firmeza. Lo que cambia es la ejecución del proceso. Puede que te lleve
enseguida con “Ella” o puede que ponga en marcha un proceso irreversible, pero
el primer síntoma del mismo también te cogerá siempre por sorpresa. Pero nada
es definitivo hasta el último segundo. Ocurren circunstancias que antes podrían
parecer imprevisibles. Un condenado a muerte al que, en el último segundo, se
le perdona o se le conmuta la ejecución por otra pena. O tu caso. Alguien se
entromete, mete su dedo en el engranaje, y salva a otro tomando su lugar. “Ella”,
en sus libros, ve que se ha alcanzado el objetivo señalado, las cifras
marcadas. Como en un campo de batalla. ¿Que mas da que mueran unos u otros? Lo
importante, para “Ella”, es acumular las cifras necesarias.
-
Lo que me cuentas
es horroroso, sentenció Berenguera.
-
Es posible, pero “Ella”
es necesaria. En tu mundo los humanos intentan controlar, por ejemplo,
poblaciones de otros seres vivos, destruyéndolos incluso para que no sobrepasen
ciertas cantidades. Es un símil, pero creo que te puede ser útil.
Se produjo de nuevo un silencio durante el cual
Berenguera intentaba asimilar lo que estaba oyendo. Sergio, siempre tan frío y
practico, trató de animarla.
-
Intenta ver el
vaso medio lleno, o, incluso, lleno del todo. Hoy has salvado tu vida. En realidad,
te la ha salvado, involuntariamente, Araceli. Ella es la que se ha entrometido
en este momento de tu vida. Y en otros, antes. Vuestra relación no era sana. La
una con su envidia y la otra, tu, intentando aprovechar esa envidia para tu
propio beneficio. Yo estaba convencido que en algún momento se produciría un
enfrentamiento entre vosotras dos, por mi. Pero no sabía como iba a ocurrir, o
por lo menos no lo tenía claro en sus detalles. Por eso no tenia claro tampoco
el exacto desenlace. Por eso te dije que la decisión era tuya. Podías haber
decidido imponerte y coger las llaves del coche, y estarías probablemente ahora
en la cuneta junto a “La Cueva del Pirata”. Probablemente, porque quizás
hubieras frenado a tiempo. Ya te he dicho que nada es definitivo hasta el último
momento. Pero elegiste ponerla en evidencia, revolver inteligentemente contra
ella su propio reto y es ella la que yace allí sin vida. No ha sido tu culpa. Ha
sido su elección. Por otra parte, este desenlace no afecta a cuando te tocara.
Llegará el momento y, probablemente, te sorprenderá. No vivas, pues, pensando
en ello. Vive tu vida y vívela bien.
-
¿Y luego que hay?
preguntó Berenguera con gran curiosidad.
-
“Ella” no se
ocupa de eso, y yo tampoco, dijo él rotundamente. Vive tu vida. No nos
corresponde ni a “Ella” ni a mí ocuparnos de eso. Tenemos nuestra función y a
eso nos atenemos.
-
¿Serás tu quien
vuelva a por mi? preguntó Berenguera con una sonrisa que intentaba ser
cómplice.
-
No lo creo, fue
la respuesta de Sergio. “Ella” tiene otros colaboradores. Y si soy yo no me reconocerás.
No pienses más en esto. Ahora eres, además, una mujer más libre. Si te vuelves
a enamorar ya no estará Araceli pegada, otra vez mas, a tus talones. Puede que
haya otra o puede que no. Pero habéis dejado de ser ese binomio enfermo. Aprovéchalo.
Se
volvió a producir un corto silencio que Bedrenguera interrumpió.
-
¿Qué vas a hacer
ahora?
-
Marcharme,
contestó el con determinación.
-
¿Sin más?
preguntó ella.
-
Sin más,
sentenció Sergio. Mi trabajo está hecho.
-
¿Y el Ferrari?
preguntó ella con una voz maliciosa.
-
Supongo que a la
chatarra. A “Ella” y a mi nos da igual. Solo era un instrumento de trabajo. Yo
desapareceré. Las Autoridades os preguntarán por mí, pero nunca darán conmigo.
Tu dirás que no sabias casi nada de mí. Si contaras otra cosa te encerrarían en
un manicomio.
Tras estas últimas palabras Sergio se marchó. No hubo
despedida. Ello no hubiera tenido mucho sentido. Berenguera le vio partir a
sabiendas de que nunca le volvería a ver. Al menos a “ese” Sergio. No sabía
bien que pensar. Él era el instrumento designado para su muerte, pero era
cierto que cuando Araceli se metió por medio Sergio había dejado que Berenguera
tuviera su oportunidad. Asimismo, sus consejos le habían parecido acertados. Se
iniciaba, pues, una nueva vida para Berenguera. Al igual que otros que habían
estado cerca de la muerte Berenguera estimaba ya que había vuelto a nacer. Por
otra parte, su relación con Sergio había sido sin duda incomoda pues desde el principio
había tenido la convicción de que algo extraño le acompañaba, pero, al mismo
tiempo, había sido también agradable. Era consciente de esta contradicción, al
menos aparente, pero la asumía bien. En definitiva, estaba convencida de que
incluso guardaría un buen recuerdo de Sergio. “La muerte”, se dijo a si misma, convive
constantemente con la vida y no se puede comprender la una sin la otra.
Sintiéndose mas serena tras esta reflexión, que inmediatamente
le pareció de Perogrullo, pensó esa noche por primera vez en Araceli. Su relación
con ella había sido incluso mas compleja que con Sergio y aceptó el juicio de
éste de que se había desarrollado con el tiempo en una amistad viciada no solo
por la envidia enfermiza de Araceli sino también por la instrumentalización que
Berenguera había acabado haciendo de su envidia. A partir de esta constatación
solo quedó en Berenguera el sentimiento de amistad que les había unido desde su
más temprana juventud y le dio pena recordar como Araceli había intentado
hacerse valer ante Sergio con la estupidez de conducir su coche.
Le embargó entonces una enorme tristeza y, finalmente,
rompió a llorar.
……………………… F I N ……………………….
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