PEQUETEQUE Y EL BOSQUE PROHIBIDO
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PEQUETEQUE Y EL
BOSQUE PROHIBIDO
26/07/2011 (Rev 11-11-20)
CARLOS MIRANDA ELÍO
Hacía tanto calor en
la ciudad en ese mes de julio que cuando el sol lamía el asfalto de las calles
dejaba un rastro semejante al que deja la lengua de un niño cuando pasa por
encima de una bola de un helado de café, o de macadamia, en un cucurucho de
barquillo, que era precisamente lo que estaba haciendo Pequeteque, aunque el
helado fuese de chocolate. Había salido pocos minutos antes a buscarlo merced a
la generosidad de su padre a quien le costaba aún creer que había aprobado el
curso escolar. “Mas que estudiar, hace que estudia” solía decir su padre cuando
entraba en la habitación de su hijo sorprendiéndole, casi siempre, resolviendo
los arduos problemas de algún videojuego, inmerso en un chat con amigos suyos o
navegando por Internet en busca de no se sabe que cosa.
“Es que mi hijo es muy listo”, decía su
madre, y añadía: “Ha salido a mi madre”. “Hablando de tu madre”, dijo el
marido, ¿Pequeteque se va mañana con ella, al pueblo?”. “Están los dos
deseando” dijo la madre. A Pequeteque le encanta el pueblo, sobre todo si tú y
yo no estamos, porque entonces mi madre lo trata como si fuese un Emperador,
mas que un Rey. Nada le puede hacer más ilusión a mi madre que tener a
Pequeteque en su casa para mimarlo más allá de lo imaginable”.
Al entrar en el salón Pequeteque oyó
esto último, pero, astutamente, hizo como si no hubiese oído nada.
-
¿A
que estás deseando ir al pueblo con la Abuela?, le preguntó su madre cuando le vio
entrar en la habitación.
-
¡Claro
que sí!, repuso Pequeteque. Es una pena que no vengáis, dijo Pequeteque, con exagerada
diplomacia.
-
Ya
iremos a buscarte cuando podamos tomar nuestras vacaciones para ir, como otros
años, a la playa y al mar, terció su padre. Ahora empiezas por la vida de
pueblo y las montañas. ¡Lo tienes casi todo, hijo mío!
Los padres de Pequeteque no querían tomar
este año muchas vacaciones porque el país estaba sumido, como algún otro, en
una crisis económica muy gorda. Los padres de Pequeteque no querían gastarse
mucho dinero este año en vacaciones ni querían cerrar por mucho tiempo su
pequeño colmado de barrio donde no solo vendían alimentación. Venía gente, pero
compraban menos que antes. Había, pues que abrir más horas para lograr una
recaudación que tampoco llegaba a la que se habían acostumbrado en los años de
bonanza. No querían, sin embargo, que Pequeteque se quedase en la ciudad sin
nada que hacer y con un calor que caía directamente del infierno. “¡Seguro que
Satanás esta estos días de vacaciones en esta ciudad!”, solía exclamar su
padre.
Al día siguiente, que era domingo y no abrían
la tienda, sus padres llevaron a Pequeteque a la estación y le embarcaron en un
tren con destino al pueblo de su Abuela. El tren, más bien pequeño y poco rápido
se alejó de la ciudad y de su calor. Los vagones, viejos, tenían aun ventanas
que se podían abrir. Pequeteque había abierto la de su compartimento y como
estaba solo en el mismo se divertía en sacar la cabeza para que el aire fresco
de fuera se la acariciara.
-
¡Billete!,
reclamó el revisor, ladrando en esta tercera vez en la que reclamaba a
Pequeteque su billete y que no oía nada precisamente porque la caricia del aire
era un tanto ruidosa.
Esta vez Pequeteque oyó al revisor y le
entregó su billete que fue debidamente agujereado.
-
No
vuelvas a asomarte de esta manera. Es peligrosísimo. Si pasa otro tren en memos
tiempo del que estoy hablando te puede arrancar la cabeza. No lo vuelvas a
hacer porque te bajo en la siguiente estación, sentenció finalmente el revisor
antes de seguir su recorrido para cerciorarse que nadie se había subido al tren
sin pagar.
Pequeteque se creyó a medias lo de que le podía
arrancar la cabeza otro tren, pero prefirió no tentar su suerte en este
aspecto. Por otra parte, le asustaba aún mas que le bajasen del tren en otra estación
que no fuese la de su destino. Se veía solo en el apeadero de una diminuta estación
en un lugar perdido y donde nadie se ocuparía de él.
Merced a su prudencia y a seguir los consejos
del revisor, Pequeteque logró llegar al pueblo de su Abuela que le esperaba en
el andén cuando él se bajó del tren. Durante un tiempo larguísimo Pequeteque
fue cariñosamente estrujado y besado. Al principio Pequeteque se dejó hacer, pero
luego empezó a moverse como una sanguijuela diciendo a su Abuela en medio de
toda clase de risotadas: “¡Me estas haciendo cosquillas!”.
A regañadientes la Abuela le soltó y se
fueron andando a su casa porque no estaba lejos de la estación. Pequeteque llevaba
puesta su mochila y arrastraba una maleta de mediano tamaño con unas rudecitas.
Al cabo de diez minutos llegaron a la casa de la Abuela. Pequeteque se instaló
en su cuarto y deshizo la maleta y la mochila antes de bajar para hacerle
compañía a su Abuela mientras preparaba la cena. Pero poco duró esta visita
porque enseguida la Abuela le dijo:” Vete al antiguo establo. Hay ahí algo para
ti. No te digo lo que es. Es una sorpresa”. Pequeteque salió corriendo,
pensando que igual se encontraría con un burro, o un caballo, o un perro. Pero
no encontró ninguno de esos tres animales. Lo que vio fue una preciosa bicicleta
colorada con neumáticos blancos y un cambio superferolítico con no se sabe
cuantas velocidades, al menos a primera vista. Se subió a la bici para
probarla. Se bajó de la misma y subió el sillín que estaba a la altura del
suelo. Luego abrió la puerta del jardín y salió a la calle para recorrer
algunos metros. Lo hizo con tanta energía y sin mirar ni a derechas ni a
izquierdas que un coche que pasaba casi se lo lleva por delante. Inasequible a
cualquier peligro, o así creía él, Pequeteque se dio un rápido paseo por el pueblo.
Calculó bien su recorrido porque cuando
volvió a la casa de su Abuela la cena justo estaba lista. Dejó la bici y se
sentó a la mesa de la cocina donde su Abuela había preparado dos plazas para
cenar. Primero una sopa buenísima de verduras y luego unos cayos deliciosos. De
postre fruta. “¡Menudo susto te ha dado el coche”! le dijo la Abuela que,
horrorizada, había contemplado antes por la ventana de la cocina la
intempestiva salida a la calle de Pequeteque con su nueva bici. “¿Has visto el
casco que había junto a la bici?” Pequeteque no supo que contestar pues lo había
visto pero lo había despreciado.
-
La
bici es para que vengas muchas veces a verme. Porque la bici se queda en el pueblo
y no se va a la ciudad. ¿Entendido?
-
Sí
Abuela, si yo quiero venir muchas veces a verte.
-
Y
el casco esta para ponérselo, jovencito, porque si no es así yo devuelvo la
bicicleta, ¿Entendido?
-
Si
Abuela, mañana me lo pongo.
Abuela y nieto hablaron de muchas cosas y se
rieron mucho. Después de cenar Pequeteque vio un poco la televisión, pero se
acostó pronto porque quería salir al día siguiente con su nueva bicicleta
colorada con neumáticos blancos y quería estar en forma. Quería salir por la
mañana y volver para merendar. Su abuela le prometió que le prepararía algo de
comer y alguna bebida.
Al día siguiente Pequeteque no se despertó
muy temprano, para eso estaba de vacaciones, y bajó a desayunar. Después metió
en la mochila lo que la Abuela le había preparado para restaurarse por el
camino y una bebida. Tras darle un beso y prometerle que seria prudente se fue
al antiguo establo a por su nueva bicicleta que le pareció de día aun mas
bonita que cuando la vio la víspera, cuando el sol ya estaba cayendo.
Pequeteque se puso el casco de
ciclista, como se lo había pedido y recomendado su Abuela, y cogió su bici
colorada con ruedas blancas para irse pedaleando por el camino que deja el
pueblo hacia el norte y la parte alta del valle, hacia las montañas. La bici
iba como un tiro y Pequeteque se dedicó a probar las 24 velocidades de su
cambio. Al principio solo por probarlas ya que era cuesta abajo. Luego por
necesidad ya que aproximadamente un kilómetro después del pueblo el camino ya
era cuesta arriba. A veces las pendientes eran suaves, pero en otros casos eran
más fuertes, sin perjuicio de alguna cuesta abajo en las que Pequeteque ponía
el plato grande del cambio de la bici y el desarrollo que mayor velocidad le podía
dar. En esos momentos, agachándose en la bici imitando a los profesionales que había
visto corriendo la “Vuelta” o el “Tour”, Pequeteque lograba unas velocidades no
solo inimaginables, sino que también darían un terrible sofoco a su Abuela.
Al salir del pueblo Pequeteque había
seguido uno de los consejos de su Abuela: no cruzar las vías del tren si las
barreras estaban cerradas. Pequeteque frenó porque la barrera se estaba
cerrando y, obedientemente, no intentó ni siquiera correr e intentar pasar
antes de de que estuviesen cerradas del todo. Contempló, pues, las dos barras,
ahora horizontales, pintadas alternativamente de blanco y de rojo, los mismos
colores que su bicicleta. En todo caso se debieron de haber pintado hacía
tiempo ya que en ambos colores de las dos barreras había numerosos
desconchones.
Con un pie a tierra, Pequeteque se fijó
en esos desconchones en la barrera que le era más próxima y fue viendo en ellos
islas en medio de océanos o lagos en medio de tierras arboladas y llenas de
marismas. Como el paso a nivel estaba en una curva a la vez del camino y de las
vías no se podía ver hasta el ultimo momento de donde venia el tren, si de la
derecha o de la izquierda. Pequeteque recordó el juego que en estos casos
practicaba con sus padres apostando cada cual que el tren vendría de una dirección
o de la otra. Pequeteque se apostó a si mismo que el tren vendría de su
derecha, de la estación donde se habría parado para dejar y recoger a
diferentes viajeros. Pero el tren vino de la izquierda. El disgustillo solo fue
momentáneo porque enseguida se abrieron las barreras y Pequeteque pudo continuar
su camino y seguir disfrutando de su bici y de su paseo.
Al cabo de un buen rato Pequeteque
sintió cansancio, sed y hambre. Llevaba ya tiempo subiendo por las pendientes
cuesta arriba del camino y su cuerpo no podía menos que reflejar el esfuerzo realizado
reclamando refuerzos. Se bajó de la bici y anduvo una decena de metros por un
prado bien verde y se instaló junto a un riachuelo que por ahí pasaba. Hacia el
norte la vista estaba despejada y se podían ver las montañas que cerraban el
final del valle con picos a veces nevados. Por detrás suyo podía divisar el
camino que había recorrido y que ahora serpenteaba hacia abajo, hacia el
pueblo. Por su derecha y por su izquierda podía ver prados en algunos de los
cuales pastaban unas pocas vacas y algún que otro caballo. A uno de estos lados
podía ver, a una buena distancia, los árboles de un bosque.
Pequeteque abrió su mochila y empezó a
comerse el bocadillo de chorizo que le había preparado su Abuela. Destapó también
una botella que contenía un líquido negro con burbujas. Un liquido recomendado
por muchos médicos para mejorar un estomago revuelto puesto también a dieta, un
liquido negro que, según algunos, también tiene la propiedad de limpiar de
oxido cualquier metal que habría convivido con ese liquido negro durante la
noche en un vaso. Pero ese terrible líquido negro también tiene las propiedades
de quitar la sed y de revigorar el organismo, propiedades debidamente
anunciadas por su fabricante con un éxito inigualable.
Consumida su bebida y fagocitado su
bocadillo Pequeteque contempló su entorno, bajó la visera de su gorra situada sobre
su nariz y, apoyado contra una piedra, cerró los ojos y se adentró en un sueño
reparador. Al cabo de poco rato se despertó y tras numerosos estiramientos se
puso en pie y fue a recoger su bici colorada con ruedas blancas que había
dejado tirada cerca en el prado. Algunas hierbas se habían inmiscuido entre los
radios de las ruedas y la punta de una pequeña rama de yedra intentaba invadir
los platos del cambio. Pequeteque levantó la bici que quedó inmediata y fácilmente
liberada de sus tímidos invasores. El riachuelo junto al que había merendado
salía del bosque que Pequeteque recordaba lejano antes de su siesta pero que
ahora, inexplicablemente, estaba a pocos centímetros.
Bosque frondoso del que emanaba un frescor de
agradecer en una tarde bien calurosa. El camino que Pequeteque recorría se
deslizaba ahora junto al bosque y a los pocos metros Pequeteque vio que el
camino bifurcaba. El camino que proseguía a su derecha se adentraba en el
bosque, aunque había una puerta que impedía el paso. Pequeteque recordó la otra
advertencia de su Abuela:” No entres en el Bosque Prohibido”. Pequeteque intuyó
que éste podía ser ese Bosque Prohibido. Sin embargo, esta vez el misterio tenia
un atractivo inexistente cuando el paso a nivel y que podía justificar una
desobediencia. Pequeteque desmontó de la bici y empujó la puerta hecha de
planchas entrecruzadas de madera vieja y ya grisácea más que marrón y que se
elevaba a media altura. Donde la bisagra de la puerta un madero redondo subía
un par de metros con un cable que desde un clavo situado en la punta del madero
se extendía en diagonal hasta el otro extremo de la puerta para impedir que
debido a su peso la puerta se hincase en tierra y perdiese su movilidad. En ese
poste había también un cartel con unas pocas letras desdibujadas por el paso
del tiempo y que alguna que otra hoja intentaba, sin éxito, tapar. El letrero estaba
dirigido hacia el exterior del bosque y rezaba: “Bosque Prohibido”.
Pequeteque se fijó en el letrero solo
al pasar la puerta que se abría hacia el interior del bosque. Recordó otra vez lo
que le había dicho su Abuela, que no debía de adentrarse en el Bosque Prohibido,
pero le pudo más la curiosidad que la advertencia. Frente a él había una senda
angosta y pedregosa cruzada por las raíces de los árboles que desaconsejaban la
circulación en bicicleta. Por ello Pequeteque dejó su bici apoyada en una roca
fuera del bosque, una roca alta medio cubierta por hiedra, y se adentró a pie
en el bosque. Dejó la puerta abierta pues solo quería recorrer unos pocos
metros. Solo quería poder ver un poco de qué iba la cosa y, sobretodo, determinar
porque el bosque estaba prohibido.
Al poco de entrar en el bosque y de
recorrer la senda, los árboles se fueron apartando del camino, ahora liso y
fácil de recorrer. La senda discurría entre unos pequeños prados salvajes
poblados de chopos que disfrutaban de la proximidad del riachuelo. Pequeteque oía
algún que otro canto de pájaros y pocos ruidos. Se desprendía del paisaje una
quietud relajante y de la frondosidad circundante seguía llegando un frescor
relajante.
Entre su curiosidad, que no había sido
saciada, y lo agradable del caminar por una senda tan dócil de recorrer,
Pequeteque prosiguió su marcha con gran facilidad, estableciendo constantemente
en su mente nuevas marcas en las que se prometía a si mismo que iniciaría el retorno.
Sin embargo, siguió adelante descartando una tras una estas marcas y pronto
llegó a un claro en el centro del cual estaba el manantial del que surgía el
riachuelo que corría paralelo a la senda seguida por Pequeteque.
El claro era amplio y poblado por
varios árboles de diferentes tamaños que aportaban una sombra agradable a todo
el escenario. Había también matorrales, algunos de los cuales con frutos
salvajes. El agua brotaba del manantial a través de un orificio entre unas
piedras, como si saliese de un caño. Pequeteque contempló el escenario bucólico
durante un momento y luego se acercó al manantial para verlo de más cerca y,
también, saciar su sed. Se dejó fascinar por el agua brotando, por el ruido de
chapoteo que ello producía, por los juegos de los chorros de agua, siempre
cambiantes, nunca los mismos, por las ondas que se producían cuando el agua
llegaba al suelo formando un charco, y por el flujo del agua escapándose cuesta
abajo. Era igual que cuando se mira el fuego de una chimenea: un espectáculo
nunca fijo y sempiternamente cambiante que fascina los ojos y estimula la
imaginación.
Pequeteque puso sus dos manos en forma
de cuenco bajo el chorro y bebió el agua almacenada entre sus manos. Repitió la
operación un par de veces y, luego, su espíritu travieso le dictó una
experiencia. Con su mano derecha intentó tapar la salida del agua del manantial.
Con la palma de su mano derecha abierta opuso con cierto éxito su propia fuerza
a la del chorro naciente. El agua dejó de brotar y solo unos pocos hilos de
agua acertaban a escurrirse por los lados. Pequeteque sintió como por dentro el
manantial se rebelaba ante la violencia que se le hacía. Pequeteque oyó ruidos
cada vez más fuertes que procedían de su interior y sintió que el agua que
quería salir aplicaba más fuerza por lo que apoyó su mano izquierda sobre la
derecha para establecer por su parte más presión para impedir que el agua
saliese. Pequeteque se dio cuenta que el manantial se estaba ahogando, incapaz
de respirar y vivir. En ese momento Pequeteque sintió en su mano derecha una
mordedura terrible localizada en el centro de la palma de su mano. Pequeteque
lanzó un alarido tremendo al tiempo que retiraba sus manos del manantial y este
volvía a soltar su agua, primero a borbotones debido al agua que se había acumulado
en el interior del manantial mientras Pequeteque impedía su salida.
Pequeteque se llevó instintivamente la
palma de su mano derecha a la boca para lamer la herida cuya naturaleza aun
ignoraba. Había sido como si le hubieran dado un mordisco. Pero enseguida se
dio cuenta de que el agua no muerde y recordó que al tiempo que sintió la
punzada en la palma de su mano había visto humo escapándose del agua. Miró su
mano y constató que tenia una ampolla, no muy grande, en el centro de la palma.
Como cuando en la cocina había cogido alguna vez un cazo muy caliente pensando
que estaba frío. La sensación había sido la misma y la ampolla parecida.
Pequeteque se dio cuenta que el manantial se había defendido hirviendo puntual
y momentáneamente el agua para que Pequeteque retirara su mano herida y cesara
la presión que agredía al manantial.
“Si estas donde no debes, no te dejan
jugar y, además, te hacen daño, lo mejor es marcharse” pensó razonablemente Pequeteque.
Puso su mano maltrecha en el agua ahora fría del manantial para aliviarla. Su
dolor y su ampolla desaparecieron al instante. Sin darle más importancia al
incidente, ni a su solución final, Pequeteque inició, con su mano curada, su
camino de regreso.
El camino era ahora ligeramente cuesta
abajo por lo que Pequeteque pudo andar a un paso bastante ligero. El paisaje a
su alrededor era el mismo que había visto en su caminar hacia el interior del
bosque, hacia el Manantial. Sin embargo, a medida que iba caminando le daba la
impresión de que había mas árboles y mas matorrales. Tampoco consiguió
reconocer las marcas que mentalmente había hecho para determinar su regreso y
que siempre había acabado por ignorar. La senda era fácil de andar y el
riachuelo corría ahora por su izquierda casi en silencio. Pequeteque estaba andando
por un camino que parecía nunca llegar a la puerta que daba acceso al bosque.
Pequeteque siguió andando, pero era consciente de que en su regreso llevaba
andando mucho, muchísimo, más tiempo que el que había invertido en llegar al manantial.
Por otra parte, el día iba cayendo y pronto se haría de noche.
Pequeteque pensó primero que se había
perdido, que había cogido un camino equivocado que no era el que le había
llevado al manantial. Sin embargo, no recordó que hubiese visto otro camino. Debía
de ser el mismo camino, pero Pequeteque no alcanzaba a entender lo que pasaba.
Lo que si tenía claro es que no le gustaba la idea de pernoctar en medio del
bosque y menos aun junto a un camino que parecía no llevar a ninguna parte o
que si llevaba a alguna parte, ésta estaba, aparentemente, lejos. Se angustió
pensando en la inquietud de su Abuela cuando se percataría de que no regresaba
a su casa esa noche y se angustió aun mas cuando se dio cuenta que si volvía a
casa de su Abuela, alguna duda al respecto le estaba entrando, tendría que
confesarle que se había retrasado porque había entrado en el Bosque Prohibido,
eso mismo, precisamente, que la Abuela le había pedido que no hiciese.
Pequeteque decidió que lo más prudente
era desandar el camino que acababa de recorrer y volver al manantial. Pensó que
estaría más seguro en el claro del Manantial donde había visto que había frutos
salvajes en algunos de los matorrales. Allí podría también confirmar si la
senda que había tomado para volver a la puerta del bosque era, o no, la
correcta. Pequeteque se paró y dio media vuelta. Escuchó el piar de pájaros e
incluso divisó algunos y se dio cuenta en ese momento que desde que había
empezado a alejarse del manantial le había rodeado un silencio solo interrumpido,
un poco, por el ruido del riachuelo que discurría cuesta abajo. Ahora que
volvía hacia el manantial oía la alegría de los pájaros y el riachuelo se tornó
más ruidoso.
A pesar de lo mucho que había andado
desde que había abandonado el manantial y de que no contaba con volver a verlo
hasta que fuese de noche, el hecho es que al poco de iniciar su regreso
Pequeteque divisó el claro del manantial y se sentó junto al mismo antes de que
oscureciese del todo. Pequeteque tenía otro bocadillo en su mochila, también de
chorizo, y lo sacó para que le sirviese de cena. Por prudencia decidió partirlo
en dos y comerse solo una mitad. También cogió algunas moras salvajes y bebió
del agua fresca del manantial ya que no le quedaba nada del líquido negro
embotellado con burbujas. Se dio también cuenta que no tenía mucha hambre. Una
vez cenado, la oscuridad acabó por apoderarse de todo el bosque. Pequeteque
buscó un lugar algo alejado del Manantial donde la hierba estaba menos húmeda y
apoyó su mochila contra una piedra plana para que le sirviese de almohada.
Disgustado pero confiado en que todo se solucionaría al día siguiente
Pequeteque cerró los ojos y cayó rápidamente en un sueño profundo poblado de
pesadillas en las que todo el mundo le regañaba y, como castigo, se quedaba sin
su preciosa bicicleta roja con neumáticos blancos. Se despertó un par de veces
y en ambas ocasiones se preguntó si su amada bicicleta seguiría en el mismo sitio
fuera del Bosque Prohibido.
Con el alba, temprana en verano, su
sueño se fue calmando y se tornó más profundo y reparador. Cuando abrió los
ojos el sol ya estaba alto. O así le pareció pues la espesura de los árboles impedía
que lo viese, pero además del calor que el astro enviaba generosamente a
nuestro planeta Pequeteque pudo ver que los rayos que lograban llegar al suelo
del bosque eran bastante verticales. Pequeteque se estiró repetidamente, según
su buena costumbre, y pegó un respingo cuando incorporó su busto. Así sentado
pudo ver que a sus pies estaban varios animales que le miraban con gran
intensidad. Estos animales hablaban entre ellos y Pequeteque entendía muy bien
lo que decían.
- Por fin se ha
despertado el niño, decía uno de estos animales.
- Ten en cuenta que es
un joven cachorro y que ayer caminó mucho, repuso otro de estos animales.
- A mi me parece una monada
terció otro más.
- Está un poco sucio.
Un baño en el riachuelo le vendría bien dijo una voz mas dura.
Uno de estos animales se dirigió a
Pequeteque. “No te preocupes” le dijo. “No te vamos a hacer daño. Aquí, en este
bosque, somos todos amigos y nos ayudamos”.
- Ayer te vimos entrar,
le dijo otro de los animales.
- Nos sorprendió, dijo
un tercero. Hace mucho tiempo que nadie entra en este bosque. Debe de ser que
el cartel junto a la puerta echa atrás a casi todo el mundo. Nos alegramos de tu
llegada al bosque. Nos podrás dar noticias de lo que pasa al exterior y te
ofrecemos que te juntes a nosotros, a nuestra pandilla. No es la única que hay
en el bosque. Hay otra, pero solo es de pájaros. Estarás mas a gusto con
nosotros.
Pequeteque no estaba
boquiabierto de puro milagro. Estos animales le ofrecían su amistad y su ayuda
y le hablaban en un idioma que entendía.
- ¿Cómo te llamas?
preguntó uno de estos animales.
- Pequeteque, respondió
el interesado.
Al principio hubo unos instantes de un silencio,
claramente percibible, seguido inmediatamente por un jocoso estruendo de risas,
risotadas y toda clase de expresiones jocosas.
- ¡Pequeteque! Dijo unos de estos animales,
¡Que nombre más raro! ¡¿A quién se le ocurriría darte ese nombre o mote?! ¡Pequeteque!
¡Pequeteque! ¡Pequeteque! ¡Menudo nombre!
- Si quieres
te podemos llamar de otro modo.
- Seguro que se ha adentrado en el Bosque
Prohibido para huir de los que le llaman así, dijo otro animal.
Pequeteque estaba
ahora muy molesto. Era cierto que había gente que a veces se mofaban del mote
que con tanto cariño le había dado su Abuela cuando era más pequeño y parecía
no crecer. No era una apelación maliciosa sino cariñosa. Pequeteque siempre había
oído y respondido a ese nombre, incluso ahora que, a base de los bocadillos de
chorizo de su Abuela, del brebaje negro embotellado con burbujas, de la carne
que le daba su madre, de los garbanzos y judías que le daban en el colegio y de
los helados que se tomaba cada vez que le llevaban a un restaurante ya empezaba
a apuntar un vello oscuro entre su labio superior y su nariz.
Mientras los animales se reían Pequeteque
guardó su compostura mientras en su mente iba preparando su respuesta. Cuando
la seriedad volvió al grupo de los animales preguntó:
- ¿Y vosotros como os
llamáis?
- Yo soy Cierva, dijo
una elegancia hecha animal.
Pequeteque se puso a reír sonoramente y a
revolcarse por la pradera. Los animales se quedaron algo cortados.
- Yo soy Topo dijo otro
de los animales cuando Pequeteque dejó de reír y se secaba las lagrimas
provocadas por su hilaridad.
Pequeteque volvió a reírse estrepitosamente.
- Yo soy Águila dijo
una voz ya algo incomoda.
- Y yo Mosca dijo otra
voz menos estruendosa.
Pequeteque volvió a repetir su espectáculo.
- Está bien dijo el quinto animal, yo
me llamo Lobo. No es necesario que te rías. Nos has dado una lección. Cada uno
se llama como se llama y no hay porque reírse si el nombre suena raro a otros.
Te pedimos perdón. Seguimos queriendo ser tus amigos. Nos reíamos de tu nombre,
y estaba mal, pero no nos reíamos de ti. Olvida nuestras risas que tampoco eran
maliciosas. Aquí, en el Bosque Perdido estamos bien pero no suele haber
novedades y tú eres una. Quizás nos hemos reído más porque estamos nerviosos
ante este acontecimiento y nos hemos comportado como unos críos. ¿Nos perdonas “Sabio
Pequeteque”?
Pequeteque aceptó la explicación, pero, sobre
todo, le llegó a lo más profundo de su ego la calificación de “Sabio”. “Sabio
Pequeteque”, repitió y sonrió.
- Estáis perdonados,
sentenció. Me uno a vuestro grupo. Parecéis simpáticos. Lobo, has dicho que estabais
dispuestos a ayudarme. Quiero salir de este bosque.
- Eso es imposible le
dijo Lobo. Todos lo hemos intentado, pero no lo hemos logrado.
- Yo he cavado
kilómetros y kilómetros de túneles hacia todas las direcciones, añadió Topo. Pero,
al final, cuando saco la cabeza a la superficie compruebo que estoy cerca de la
valla que cerca el bosque, pero siempre por la parte del bosque.
- Yo he volado durante
días en unas direcciones y en otras y era como si el bosque me siguiese y se
adelantase incluso unos pocos metros donde yo me iba a posar. Me pasaba lo
mismo que a Topo, estaba junto al límite del bosque, pero por dentro del
recinto.
- A mi me ha pasado lo
mismo, dijo la voz femenina de Cierva.
Como todas las
mujeres, hembras en este caso, Cierva tenía un sentido muy práctico de la vida.
- También tiene sus
ventajas vivir en este bosque, prosiguió. Te puedes alimentar de la hierba de
los prados y de los frutos que crecen en algunos matorrales, pero en realidad tienes
poca hambre porque el agua del manantial no solo sacia tu sed, sino que también
te alimenta. Debe de ser un agua muy rica en toda clase de minerales. Y, además,
también cura enfermedades y heridas.
Pequeteque recordó su
mano herida por el manantial y que luego se había curado instantáneamente al meterla
en el agua para aliviar la quemazón.
Mosca intervino por
primera vez. “Aquí no hace falta ir al colegio y vives eternamente”.
- ¿No creces? preguntó
Pequeteque, a quien la cuestión de su altura siempre había preocupado.
- No, no creces, le
contestó Mosca.
Eso no le gustó tanto
a Pequeteque, aunque la idea de no tener que volver al colegio le agradaba. Sin
embargo, quería volver a ver a sus padres y a la Abuela. Además, no lo pasaba
mal en el colegio. A veces tenía que aguantar mofas y befas, como todo el
mundo, pero también se divertía y le gustaba aprender cosas nuevas para saciar
su curiosidad. En el fondo lo único que no le gustaba del colegio eran los
deberes, los exámenes y tener que levantarse temprano para ir a clase. Lo tenía pues claro: quería salir del Bosque
Prohibido y volver a casa.
- A pesar de todo
quiero irme, insistió Pequeteque. ¿Me vais a ayudar?, preguntó mirando
fijamente a cada unos de los animales, sus nuevos amigos.
- Lo intentaremos, dijo
Lobo, pero no se de que manera. Ya te hemos dicho que todos nosotros hemos
fracasado.
- Águila, ¿me puedes
llevar, agarrado de tus patas, hasta el límite del bosque? Cuando estemos allí,
me balanceo y con el impulso adquirido igual puedo saltar por encima del límite
del Bosque Prohibido.
- Lo podemos intentar
respondió Águila con una voz en la que se mezclaba el deseo de ayudar y el escepticismo
que le daba la experiencia.
Pequeteque se agarró
con sus manos a las dos patas de Águila y este se elevó en el aire con cierto
esfuerzo pues notaba el peso de Pequeteque. Desde el aire Pequeteque contempló
un paisaje esplendido. Podía divisar los límites del Bosque Prohibido, los
prados donde pastaban las vacas que había visto antes de entrar en el bosque,
las montañas nevadas al final del valle y, también, el pueblo donde vivía la
Abuela que a estas alturas debía de estar angustiadísima. “Espero que aun no
haya dicho nada a mis padres” pensó para sus adentros. Lo único que le inquietó
es que no llegó a ver ni el más mínimo rastro de su bicicleta. “Y mira que con
ese color rojo debe de ser fácil de ver a cualquier distancia” musitó.
- ¿Dices algo? Preguntó
Águila.
- Nada. Que no veo mi
bici.
- La habrá tapado el
Bosque Prohibido con alguna de sus yedras. Fuera de su límite el Bosque a veces
interviene con cosas suyas que sobresalen un poco de su límite.
La contestación
tranquilizó algo a Pequeteque ya que lo que mas temor le producía era que
alguien pasase por donde estaba la bicicleta y al verla tan bonita con su color
rojo y sus ruedas blancas se la llevase al creerla abandonada. Aunque lo de que
la yedra del bosque la pudiese cubrir le inquietó pues una vez fuera del bosque
no quería volver a saber nada de este Bosque Prohibido.
- No me puedo acercar más
al límite del Bosque. Ahora se aleja ya a la misma velocidad a la que yo me
acerco a ese límite. Tendrás que saltar, pero ten cuidado al caer pues estoy a
cierta altura.
Pequeteque no pensaba
en la caída, solo en dar el salto. Recordó en ese momento a los trapecistas que
había visto en el circo. Colgados de una barra se balanceaban de adelante hacia
atrás para adquirir un impulso y en un momento clave soltaban la barra y se
impulsaban hacia delante para agarrar otra barra, o las manos de otro
trapecista, o caer en la otra punta de la red de protección que siempre había
debajo de ellos. Solo que ahora no había ni una barra o unas manos que agarrar
ni una red donde caer. Águila tenía razón, pero ya era tarde pues Pequeteque ya
volaba por los aires hacia el lado exterior del Bosque Prohibido.
- Suerte le gritó Águila
mientras Pequeteque volaba hacia la libertad.
Sin embargo, el
Bosque fue más rápido y a medida que Pequeteque se iba acercando a tierra pudo
comprobar que el Bosque Prohibido se extendía un poco más, como si fuese una
mancha de aceite, justo lo necesario para que Pequeteque cayese en su interior.
Pequeteque se dio cuenta de ello y también se dio cuenta de la costalada tan
tremenda que se iba a dar al término de su parábola. Afortunadamente para
Pequeteque sus nuevos amigos habían seguido por tierra el viaje de Águila y
Pequeteque. Topo removió rápidamente un trozo de tierra para que esta estuviese
más blanda y Cierva, con el espíritu maternal de cualquier animal hacia un
cachorro, se tumbó encima de esa tierra blanda para amortiguar aun más el aterrizaje
de Pequeteque.
Pequeteque, Cierva y
Topo, que no se había quitado a tiempo, resultaron dolidos y llenos de
magulladuras, pero todos salvaron sus vidas. Lobo y Mosca se acercaron al grupo
mientras Águila se posaba junto a ellos. “Sanos y salvos”, dijo Lobo. “Es lo
más importante” añadió. Pero todos, y Pequeteque el primero, eran conscientes
de que la operación había fracasado.
- Mejor será que
volvamos, dijo Mosca.
- Pero antes yo me doy
un chapuzón en el riachuelo para curar mis magulladuras dijo Cierva.
- Yo también dijo Topo.
Pequeteque se unió a
ellos, aunque escondido detrás de unos matorrales que estaban junto al agua.
Como casi todos los niños de su edad Pequeteque era algo pudoroso. El agua
estaba helada, pero al salir ya no vio en su cuerpo un solo maratón ni sintió
un solo dolor.
El grupo inició el
retorno al claro del manantial y, como esperaban, llegaron enseguida a pesar de
todo el tiempo que habían invertido en ir hacia el límite del Bosque Prohibido.
La noche ya estaba cayendo y se prepararon para dormir. Mañana seria otro día.
Como Pequeteque se
durmió enseguida, se despertó al día siguiente más temprano que la víspera. Ya
era de día pues el sol se estaba levantando. Pequeteque optó por seguir echado,
algo amodorrado, pero su mente se dedicó a impulsar todos los chips de su
cerebro. Este, recién descansado, funcionaba, como ocurre en estos casos, mejor
y mas rápidamente. El objetivo era el de encontrar un medio para escapar del
Bosque Prohibido.
En estas sus amigos
animales se despertaron también y se congregaron junto al manantial para
desayunar el agua mágica y algunos frutos salvajes. Los herbívoros se tomaron
asimismo algunas hierbas. Luego se separaron y cada uno se dedicó a sus cosas,
que tampoco eran tantas. Pequeteque se fue en busca de piedras que fue
amontonando cerca del manantial a medida que las iba encontrando y trayendo.
Cuando la pandilla volvió a reunirse al caer la tarde varios animales
preguntaron a Pequeteque para qué eran esas piedras.
- Son para que yo me
pueda hacer una choza. Ya sabéis que nosotros, los Humanos, somos incapaces de
sobrevivir sin cobijo en medio de la naturaleza. Ahora estamos en verano y la temperatura
es aceptable para mí incluso durante la noche, pero necesito un sitio donde
poder protegerme del frío en invierno y donde aguantar las lluvias y las
nevadas.
- Ya sabes que puedes
contar con nosotros para ayudarte dijo Lobo. ¿Quieres que mañana traigamos más
piedras para tu choza?
- No hace falta ahora,
respondió Pequeteque. Tengo que traer más piedras, pero no tengo prisa. Además,
tengo que pensar de que manera las voy a amontonar para que la choza sea sólida
y resista las intemperies. Podréis ayudarme cuando lo sepa.
Lo animales se dieron
por satisfechos con esta explicación y a partir de ese momento se dedicaron,
junto con Pequeteque, a comentar animadamente los acontecimientos que habían
vivido a lo largo del día. Luego, después de cenar y antes de que fuese noche
cerrada jugaron al juego del mentiroso. Mosca fue la más hábil y derrotó a todo
el mundo. Pequeteque lo pasó mal pues sus contestaciones fueron vacilantes y
poco convincentes.
- ¿Te pasa algo?
Preguntó Lobo que se consideraba el jefe de la pandilla y que entendía que esta
responsabilidad debía encaminarle hacia la suspicacia con el fin de garantizar
la seguridad del grupo y, consecuentemente, la del Bosque Prohibido que les
cobijaba.
Cierva pensaba del
mismo modo pues como ya vimos antes entendía que su situación actual tenía
importantes ventajas. Águila era mas bien un fatalista y se había adaptado a la
situación por no tener ya esperanza alguna de salir del Bosque. Topo pensaba
como Águila. Era, en cambio, muy difícil saber los que Mosca pensaba. Hablaba
poco y, además, sus compañeros animales no la tenían en gran consideración,
tanta había sido la lata que les había dado antes de entrar en el Bosque
Prohibido revoloteando a su alrededor cosa que, por cierto, seguía haciendo en
el Bosque Prohibido, aunque más discretamente.
.
- Mosca, ¡Eres una
pesada! le solía decir Cierva que era las más impaciente de todos estos
animales.
Otra vez se hizo de
noche en el Bosque. La tercera que iba a pasar en el mismo Pequeteque. Esta vez
durmió mal. Estaba nervioso. Su mente y su cerebro habían logrado establecer un
plan para evadirse del Bosque Prohibido que esperaban seria mas exitoso que el
anterior, cuando Pequeteque intentó saltar a la libertad desde las garras de Águila.
A la mañana siguiente
Pequeteque disimuló todo lo que pudo su nerviosismo a sus amigos. Había optado
por no decirles nada pues los veía tan hechos a la idea de seguir toda su vida
en el Bosque Prohibido que no estaba seguro de cómo reaccionarían si les
contaba el plan que se les había ocurrido a su mente y a su cerebro.
- ¿No tienes hambre?,
preguntó Lobo al ver que Pequeteque apenas había bebido agua del Manantial y
que no había probado uno solo de los frutos salvajes que crecían en los
matorrales cercanos al manantial.
- Bueno, respondió
Pequeteque, es que he tenido algo de insomnio esta noche y, además, no tengo
bien la tripa.
- Bebe mas agua y te pondrás
bien, argumentó Lobo.
Para que Lobo se
quedase tranquilo, Pequeteque fue a la fuente del Manantial y bebió agua, pero
esta le entró por el lado malo de la garganta y Pequeteque, atragantado, se
puso a toser, tanto que se puso todo colorado. Cierva, siempre tan maternal,
salió a su rescate y con su hocico le dio unos golpes en la espalda al cachorro
humano al tiempo que le recriminaba a Lobo su suspicacia hacia Pequeteque.
- Deja de atosigar al
chico. Apenas ha llegado al Bosque y tiene aun que adaptarse. A todos nos ha
pasado, incluso a ti que presumes tanto de ser un animal duro y curtido. O, ¿Se
te ha olvidado cuantas veces has aullado por la noche mientras adorabas a la
Luna Llena?
Lobo miró para otro
lado y dictaminó que si habían terminado todos de desayunar había llegado el
momento de que cada cual se dedicase a sus propias tareas. Y así hicieron.
Todos se fueron menos Pequeteque que argumentó que iba a descansar un poco
antes de irse a buscar más piedras para construir su choza.
Pequeteque se quedó
solo en el claro del Bosque Prohibido, junto al Manantial. Y empezó a sudar la
gota gorda y a ponerse más nervioso. Era un poco como cuando tenía un examen,
sobretodo de matemáticas. Le gustaban y no se le daban mal, pero nunca las
tenía todas consigo hasta que veía el o los problemas que el profesor sometía
para resolver. Al cabo de un rato Pequeteque se tranquilizó. Sabía que tenía
que actuar muy rápidamente y que, aunque los animales volverían con rapidez
llegado el momento, era mejor esperar a que se hubiesen alejado a una buena
distancia.
Pequeteque consideró
que el momento había llegado y, armándose de valor, se dirigió al montón de piedras
que había dejado cerca del manantial y de un modo decidido y con la mayor
rapidez posible las fue amontonando delante del manantial para cegar la salida
de agua como había hecho la otra vez con sus manos. Solo que esta vez no era
una travesura. Se trataba de algo muy serio ya que Pequeteque quería salir a
toda costa del Bosque Prohibido. El manantial compartía la suspicacia de Lobo,
pero no comprendió enseguida cual era la maniobra de Pequeteque. Se dio cuenta
solo cuando el muro que Pequeteque estaba edificando llegó a la altura del orificio
por donde salía el agua y empezó a taparlo. Como la otra vez, el Manantial dejó
de soltar agua y empezó a ahogarse. Pequeteque volvió a oír, como la otra vez,
los ruidos internos del Manantial al intentar respirar y soltar su agua.
Pequeteque metió entre las piedras que estaban cerca del orificio barro
mezclado con musgo y pequeñas ramas para intentar cegar del todo al Manantial.
Y durante un tiempo lo logró. Le costó alguna que otra quemadura en los dedos
porque el Manantial intentaba defenderse de esa manera.
Al no correr el agua
por el cauce del riachuelo empezó a ocurrir lo que el cerebro y la mente de
Pequeteque habían esperado que ocurriese, que privado el Bosque Prohibido del
agua mágica del Manantial que le daba vida, ese bosque empezase a retraerse. Y así
era en ese preciso momento. La contracción del Bosque Prohibido era tan rápida que
se estableció una poderosa corriente de aire hacia el exterior del Bosque.
Pequeteque agarró su mochila y se puso a correr como un poseso por el camino
que se iba retrayendo. A los pocos instantes vio a poca distancia la puerta por
la que había penetrado en el Bosque y que él mismo había dejado abierta. Siguió
corriendo hacia esa puerta al tiempo que con el rabillo de su ojo vio como las
dos pandillas de animales volvían hacia el manantial a la vez para saber lo que
ocurría y para liberarlo. Con él habían aprendido a convivir y, desanimados por
sus propios intentos fallidos de escaparse, le habían entregado su propia
libertad. Más tarde Pequeteque se preguntó porque no habían aprovechado los
animales esta ocasión para intentar salir, ellos también, del Bosque. Supuso
que como no sabían lo que estaba ocurriendo y el porqué, prevaleció en ellos la
reacción de preservar el mundo en el que vivían y al que se habían adaptado. Alcanzó
a ver por su rabillo como Águila empezaba a quitar piedras con sus dos
poderosas garras. Cierva hacía lo mismo con sus pezuñas mientras Lobo intentaba
hacerlo con su hocico. Topo empezó a cavar una galería subterránea con la que
esperaba podría derrumbar la base del muro de Pequeteque y liberar al manantial.
En todo caso
Pequeteque ya había llegado a la barrera, pero cuando solo le faltaban unos
pocos centímetros para alcanzarla esta ce cerró, empujada por el fuerte viento
que el Bosque exhalaba a medida que iba encogiendo. Pero Pequeteque no se iba a
parar. Al revés, recordando sus clases de gimnasia, que siempre había odiado,
aceleró algo más y apoyándose con sus dos manos en la parte superior de la
barrera lanzó sus dos piernas al aire para intentar superar la barrera como si
fuese ésta el potro del gimnasio del colegio.
¡Y lo logró!
Pequeteque cayó al
otro lado de la barrera, se hizo una bola y empezó a rodar por el suelo hasta
quedar inmovilizado en la zanja embarrada por la que hasta hacia poco discurría
el agua del manantial, y allí se quedó física y mentalmente exhausto.
Cerró los ojos y por
un breve instante imaginó que todos los habitantes del pueblo estaban allí y
que habían asistido a su hazaña, a su evasión. Imaginó que todo el mundo había
roto el silencio expectante y angustiado que había sido el suyo mientras
saltaba por encima de la barrera y rodaba por el suelo en el preciso momento en
el que su cuerpo se había inmovilizado de espaldas y con los brazos y las
piernas extendidas como si fuese Pequeteque una equis humana. Escuchó el
estruendo de los vítores, de los aplausos, de las palabras de aliento y de
admiración. “¡Eres el más grande!” “¡Salto maravilloso!” “¡Pequeteque
Presidente!” “¡El único en haber conseguido salir del Bosque Prohibido!”. Pequeteque
empezó a incorporarse para responder a estos halagos y saludar a la gente
congregada con la mayor modestia posible. “No solo hay que saber perder, también
hay que saber ganar”, se dijo a si mismo.
Pero al tiempo que se
sentaba en el lecho con barro de lo que había sido el riachuelo, para luego incorporarse,
sintió el acariciar helado del agua del Manantial. Pegó un salto y con los
zapatos y calcetines totalmente mojados, así como la parte posterior de sus
pantalones, donde la espalda pierde su honesto nombre, Pequeteque subió a
tierra firme donde constató que estaba más solo que la una. Comprendió también
que si el agua había vuelto a fluir era porque su muro de piedras había sido
destruido por los Animales y por el propio manantial. Sin duda el Bosque Prohibido
había vuelto a su peligrosa condición de bosque extensible. Pero ahora le daba
igual ya que estaba al exterior del Bosque y había podido escapar.
Miró a su alrededor y
con la vista buscó su bicicleta colorada con sus ruedas blancas. Afortunadamente
seguía en el mismo sitio donde la había dejado el día, desafortunado por
desobediente, por imprudente, por irresponsable, por temerario, en el que se había
adentrado en el Bosque Prohibido. Fue a por su bicicleta y en el momento en el
que la iba a coger por el manillar un pequeño objeto volador no identificado
rozó su mejilla. Instintivamente dio un manotazo al aire, pero sin alcanzar al
ovni liliputiense.
- ¡Que bruto eres!,
exclamó una voz, casi me das.
Pequeteque se quedó
sorprendido, pero antes de que pudiese reaccionar la misma voz añadió. “Tenía
ganas de ver tu famosa bici, y es verdad que es preciosa. Yo comprendo que
quisieras escaparte del Bosque Prohibido para poder volver a montarte en ella.
Incluso con mirarla te basta. ¡Estas enamorado de tu bicicleta! Ja, Ja, Ja”,
terminó exclamando, riéndose, la voz que ahora Pequeteque reconoció.
- ¡Mosca!, pero ¿Qué
haces tú a este lado del Bosque? Bueno, a ti te da igual pues si quieres en
cualquier momento puedes volver a entrar en el Bosque.
- Pero no quiero, en el
Bosque no hay vacas y por lo tanto no hay boñigas …
- ¿Y como has salido?
- Estaba en tu mochila
donde se había quedado la mitad del bocadillo de chorizo que no te tomaste.
¡Muy rico ese chorizo de tu Abuela! Estoy deseando conocerla. De pronto sentí
como agarrabas la mochila y como te ponías a correr a toda velocidad. En esas
condiciones yo no podía salir y solo cuando la mochila se inmovilizó después de
que rodáramos contigo, pude salir. Lo único malo es que me he lastimado una de
mis patas.
- Métete en el agua del
riachuelo para curarte. Yo voy a hacer lo mismo pues estoy lleno de
magulladuras por todo el cuerpo.
- Ya lo he intentado,
pero ya no funciona. Debe de ser que una vez fuera del Bosque Prohibido el agua
del riachuelo pierde sus propiedades mágicas.
Así lo constató también
Pequeteque que no pudo hacer nada por recomponer sus posaderas maltrechas, tan
maltrechas que al principio optó por no subirse a la bici y por andar sujetándola
por el manillar. Luego ya se subió y aprovechando que era cuesta a bajo se
quedó de pie sobre los pedales de la bici, sin osar sentarse en el sillín. Lo
que mas le preocupaba ahora era la explicación que le tendría que dar a su
Abuela por una ausencia que había durado varios días. Temía la regañina de la
Abuela. Temía encontrarse con sus padres que habrían acudido extremadamente
inquietos al pueblo al saber de la desaparición de Pequeteque. Temía la mirada
furibunda de los habitantes del pueblo que seguramente habrían participado en más
de una batida para encontrarle, teniendo, para ello, que dejar su propio trabajo.
Imaginaba que la Abuela, furiosa, confiscaría la bici colorada con sus neumáticos
blancos.
- Yo voy a decir que me
he caído de la bici y que me he quedado inconsciente todo este tiempo, le dijo
Pequeteque a Mosca, ¡Ni se te ocurra contradecirme!
- Dudo que nadie me
entienda. En el Bosque hablábamos en el Lenguaje Universal del Paraíso, antes
de que Adán y Eva tuvieran que buscar trabajo y que quedase inacabada la Torre
de Babel. Casi nadie lo puede entender. Como tu y yo somos los únicos en haber
podido salir, nadie se va a enterar de nada cuando hablemos entre tu y yo. En
todo caso no seria prudente que nos vean hablando juntos los dos. Dirán que somos
unos hechiceros y nos quemarían. Hemos de tener mucho más cuidado que el en
Bosque Prohibido. Los humanos domináis el mundo, pero no tenéis sabiduría
Así las cosas,
llegaron al pueblo. Debía de ser cerca de las seis de la tarde. El sol
veraniego todavía iluminaba de un modo incandescente las calles del pueblo. No había
un alma. Todos estaban en sus casas con las ventanas y puertas cerradas para
evitar que el calor de fuera entrase en sus casas y las incendiase por dentro.
Al llegar a casa de su Abuela Pequeteque dejó primero su bicicleta en el
antiguo establo de la casa y le puso el candado, por si acaso, después de dejar
el casco colgado del manillar. Cojeando un poco entró en la casa. La Abuela se
sorprendió al oírle. Estaba en la cocina, fregando unos platos y de espaldas a
Pequeteque
- ¡Que pronto has
vuelto! ¡Te esperaba mas tarde! ¿Te has tomado los dos bocadillos de chorizo
que te preparé? ¿A que estaban buenos?
La abuela se volvió para darle un beso y se
horrorizó al verle.
- ¿Pero donde te has
metido? ¡Estás todo sucio, y las rodillas y los brazos llenos de rasguños! Y, ¡También
cojeas! Pero ¿Qué has hecho hoy desde que te marchaste esta mañana?
Pequeteque comprendió que había algo raro en
el aire. Él pensaba que llevaba varios días fuera, pero la Abuela hablaba solo
de “hoy” y no parecía haberle echado en faltaba antes. Hasta se había
sorprendido de que volviese pronto ... Pensó, sin enterarse bien de lo que estaba
ocurriendo, que lo mejor era echarlo todo a cuenta de una caída suya de la
bicicleta, como ya se lo había adelantado a Mosca, y así hizo.
- Por eso has vuelto
antes, dijo la Abuela compasiva. ¡Pobrecillo! Ven conmigo que te voy a lavar
las heridas y ponerte mercromina. Luego merendaras.
Pero a la vista de lo
sucio que estaba Pequeteque la Abuela exigió primero que Pequeteque diese toda
su ropa a lavar y que se duchase. Cuando Pequeteque bajó de nuevo a la cocina,
lavadito y repeinado, con ropa limpia, la Abuela le llenó de mercromina. Luego
le puso en la mesa un vaso de leche caliente, una hogaza de pan delicioso,
queso de la región, mantequilla y mermelada, ¡Ah!, se me olvidaba, y miel con
membrillo.
- ¿Dónde te has caído?,
preguntó la Abuela.
- No lejos de un
bosque, repuso un tanto precipitadamente Pequeteque.
- Y, ¿entraste en el
bosque?
- No, mintió
Pequeteque.
- Has hecho bien, dijo
la Abuela, igual era el Bosque Prohibido.
- No sé, volvió a
mentir Pequeteque, sin perjuicio de que su nariz mantuvo el mismo tamaño.
- ¿No habrás cruzado
las vías del tren con la barrera del paso a nivel cerrada?
- Nooooo, dijo
Pequeteque enfáticamente, aprovechando que en esto podía decir la verdad, y haciéndose
el impaciente para que la Abuela no siguiese con su interrogatorio.
- Bueno, pues sube a tu
cuarto y échate un ratito para así descansar antes de la cena. ¡Eres un pillín simpático!
Pequeteque subió a su cuarto. No sabía bien
lo que pasaba. El aplomo con el que la Abuela hacía gala de que era la tarde
del mismo día en el que había salido de la casa con la bicicleta le convenció
de que así era. ¿Y todo lo que había pasado en el Bosque Prohibido? ¿Podía ser que todo ello fuese solo un sueño
durante su pequeña siesta después de comerse su primer bocadillo de chorizo?
Estaba a punto de inclinarse por esta explicación cuando oyó la voz de Mosca.
- Pues has tenido suerte.
El tiempo no deber de ser el mismo dentro y fuera del Bosque Prohibido, del
mismo modo que su extensión tampoco es la misma según estés dentro o fuera.
Aunque tengo la impresión de que tu Abuela sospecha de algo, por ahora se ha
tragado tu batallita de la caída de la bici. En todo caso esta claro que nadie
te ha echado en falta porque solo has estado, para ellos, unas pocas horas
fuera.
- ¿Pero el Bosque Prohibido
existe? ¿Hemos estado tú y yo dentro de verdad?
- Yo creo que sí,
repuso Mosca.
- Y, ¿Cómo podemos
saberlo a ciencia cierta?
- Tú y yo estamos hablando
ahora mismo en Universal, ¿No es así?
Esta afirmación pareció convencer a
Pequeteque que se quedó totalmente frito. Tanto, que su Abuela prefirió no
despertarle para cenar y prefirió dejarle dormir hasta la mañana siguiente. Antes
de salir de la habitación la Abuela se fijó en Mosca, medio dormida en el techo
de la habitación y en perfecto Universal le dijo: “Mas te vale que me digas
como habéis logrado salir del Bosque Prohibido porque si no lo haces te vas a
llevar un zapatillazo que te va a dejar temblando el resto de tu vida. Además,
te prohíbo que le digas a Pequeteque que sé que venís del Bosque prohibido”. Mosca
se quedó helada y casi se cayó al suelo.
Dicho lo que había dicho, la Abuela se marchó
de la habitación de Pequeteque y masculló para si misma mientras bajaba las
escaleras: “¿¡Que tendrán los jóvenes que nunca quieren aprender de los viejos!?”.
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